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Justitia Dei

Una semana más, ofrecemos a nuestros lectores un breve artículo, en el que se reflexiona acerca de la angustiosa experiencia que Lutero hubo de sufrir antes de descubrir la liberadora doctrina protestante de la justificación por la fe.

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             «Yo era un monje piadoso y seguía las reglas de mi orden más estrictamente de lo que las palabras puedan expresar. Si alguna vez un monje hubiese podido conseguir el cielo por sus observancias monásticas, yo habría sido ese monje. De la veracidad de lo que digo pueden testificar todos los frailes que me han conocido. Si hubiese continuado por más tiempo los ayunos, las oraciones, los estudios y las penitencias, mis mortificaciones me habrían llevado a la muerte». Así escribía Lutero al duque de Sajonia. Estas palabras del gran reformador resumen la angustia de su alma en los años de búsqueda religiosa, cuando un terrible sentimiento de la santidad de Dios hacía vibrar las cuerdas más íntimas de su espíritu y dejaba tras sí, como amargo resabio, una profunda convicción de pecado. Seguir leyendo Justitia Dei

Una carta de Lutero

Publicamos, en esta ocasión, una breve carta que Lutero, poco después de su conversión, escribió a un monje compañero suyo que, con sinceridad, buscaba la luz del evangelio.

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«Me gustaría conocer la situación espiritual de tu corazón, y saber si ya has aprendido a despreciar tu justicia propia, y has empezado a creer y a gozar de la justicia de Cristo. Muchos son los que hoy en día ejercitan todas sus fuerzas para conseguir una justicia y bondad propias; esto es caer en el orgullo. Tales personas no pueden comprender la justicia de Dios, que tan abundantemente y sin precio nos es dada en Cristo. Con sus esfuerzos pretenden conseguir suficientes virtudes y méritos como para convencerse de que un día podrán presentarse delante de Dios por lo que son y han hecho. Pero esto es imposible. Hubo un tiempo en que tanto tú como yo llegamos a creer en tal loca y vana pretensión; y aun en la actualidad debo continuar luchando para verme completamente libre de la misma. Por consiguiente, mi querido hermano, acude a Cristo –a Cristo crucificado. Aprende a cantar sus alabanzas, y, desconfiando de todo lo que es tuyo, acércate a Él y dile: “Señor Jesús, Tú eres mi justicia y yo soy tu pecado; lo que era mío Tú cargaste sobre ti, y lo que era tuyo Tú has puesto sobre mí; aceptaste sobre ti lo que Tú no eras, y me diste a mí lo que yo no era”. Ten cuidado, hermano, no sea que, buscando un alto grado de pureza, te olvides de que todavía eres pecador; recuerda que Cristo vive entre los pecadores; por este motivo descendió de los cielos (morando entre los justos, vino a este mundo a vivir con los pecadores). Medita sin cesar en su amor, y llegarás a experimentar el más apacible consuelo. Si con nuestros esfuerzos y méritos personales pudiéramos obtener la paz, entonces ¿qué necesidad hubo de que Cristo muriese por nosotros? Cuanto más desesperado estés de ti mismo y de tus obras, más paz hallarás en su obra; verás cómo Él te recibe y hace de tu pecado su pecado, y de su justicia tu justicia».

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