Tras varias semanas sin publicar nada (habiéndonos visto obligados a interrumpir, temporalmente, la serie de Comentarios al libro de los Salmos, por falta de tiempo), tenemos la satisfacción de ofrecer a nuestros lectores la primera parte de un nuevo sermón de Juan Calvino al libro de Job (tras otro que ya habíamos publicado hace algún tiempo). En realidad, se trata de de una traducción que circula en español desde hace ya bastantes años, a la que le hemos realizado algunos arreglos de estilo, aunque sin consultar el original. Sin tratarse, por tanto, de una traducción muy rigurosa, confiamos en que conserva el sentido de sermón original, resultando, a nuestro juicio, de gran edificación para el creyente. Así esperamos, nuevamente, que sea para todos nuestros lectores.

«He aquí, bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga; por tanto, no menosprecies la corrección del Todopoderoso. Porque él es quien hace la llaga, y él la vendará; él hiere, y sus manos curan» (Job 5:17-18).
Anteriormente, Elifaz había declarado el poder de Dios, de modo que estuviésemos mejor preparados para recibir la doctrina que ahora añade. Porque no estamos abiertos a la enseñanza como deberíamos, por no conocer lo suficiente la majestad de Dios, de modo que nos alcance su temor. Por eso hemos de saber cómo gobierna Dios el mundo, y considerar su infinita justicia, poder y sabiduría. Ahora bien: si los malvados son confundidos por mostrarse Dios contrario a ellos, tapándoles la boca, ¿cuál ha de ser nuestra actitud? Porque Dios no tiene por qué obligarnos a darle honra: basta con que nos presente la ocasión y muestre que hay razones para hacerlo, de modo que acudamos por voluntad propia. Cuando se nos muestran los juicios de Dios, hemos de temblar ante ellos.
Y ahora dice que es «bienaventurado el hombre a quien Dios castiga», y que por ello no debemos rehusar la corrección del Todopoderoso. Pero, si alguien nos dijera que Dios no hace daño a los hombres cuando se constituye en su Juez, empleando gran severidad y rigor, tal doctrina, aunque verdadera, nos sentaría como si un hombre nos diera con un martillo en la cabeza. ¿Qué ha de hacerse, entonces?: el castigo debe mezclarse con un poco de azúcar, haciéndonos saber que es provechoso para nuestra salvación. Por eso, después de declarar los juicios de Dios en términos generales, para que estemos dispuestos a temerle con toda humildad, ahora Elifaz nos muestra el amor de Dios, el cual, cuando nos castiga, nunca es tan severo con nosotros que no nos haga sentir, al mismo tiempo, su bondad y misericordia, a fin de que nos acerquemos a Él y no desmayemos. Así que la intención de Dios no es que su majestad sea terrible para nosotros. Por el contrario, su propósito es acercarnos a Él para que le amemos, no únicamente cuando nos hace bien, sino también cuando nos castiga por nuestros pecados. Vemos, así, lo que debemos aprovechar de este pasaje.
Sin embargo, parece que esta afirmación es contraria a lo que se proclama en el resto de las Sagradas Escrituras, es decir: que todas las miserias y calamidades de esta vida terrenal provienen del pecado y, consecuentemente, de la maldición de Dios. ¿Cómo pueden concordar estas cosas: que seamos bendecidos cuando Dios nos castiga y que todos los males que nos sobrevienen de sus manos sean señales de su ira (es decir: que le hemos ofendido y Él nos maldice)? Porque, ¿de dónde proviene nuestra felicidad y gozo, sino de Dios? Y, por el contrario, cuando Dios es contra nosotros, vemos que nuestra vida está bajo maldición. Así pues, cuando sentimos que, por el hecho de castigarnos, Dios está enojado con nosotros, no nos parece que haya felicidad en ello. Pero hemos de tener presente que aquí Elifaz considera la intención y fin que Dios persigue al castigarnos. Pues Él aborrece el pecado y, aunque vayan en contra del orden que Él mismo señaló en la creación del mundo (tratándonos como nuestro Padre), todas las adversidades de la vida nos señalan la maldición de Dios, para que entendamos que el pecado le desagrada, que lo odia y aborrece, y que no lo puede soportar, puesto que Él es la fuente de toda justicia. Pero, a pesar de todo, cuando Dios nos ha declarado su aversión hacia el pecado, también nos atrae, nos exhorta y nos invita a arrepentirnos. Por tanto: ¿nos aflige Dios? Ello es una señal de que no quiere que perezcamos, y de que nos insta a volvernos a Él. Porque las correcciones son como testimonios de que Dios está dispuesto a recibirnos en misericordia si reconocemos nuestras faltas y, sinceramente, pedimos que nos perdone.
Siendo así, no nos debe parecer extraño que Elifaz diga que es bienaventurado el hombre a quien Dios castiga. Por el contrario, debemos recordar los dos puntos que he mencionado: primero, que en cuanto nos sobrevenga algún mal, debemos considerar la justa ira de Dios, y entender que Él no puede soportar el pecado. La severidad de su juicio ha de llevarnos al sincero dolor por haberle ofendido. He aquí el punto por donde hemos de comenzar. Luego, debemos considerar la bondad de Dios al no dejarnos arrastrar hacia la perdición, sino que nos invita a regresar al hogar, demostrándonos su intención de hacernos volver cada vez que nos aflige. Vemos, así, cómo hemos de considerar todas nuestras aflicciones.
Pero aún queda un punto difícil por resolver. Porque, mientras vemos que las aflicciones son comunes a todos los hombres, Dios castiga a aquellos a quienes quiere mostrar su misericordia. Pero vemos que también castiga a los malvados, permitiendo que sigan pecando, para su mayor condenación. ¿De qué le sirvieron a Faraón todos los azotes, sino para hacerlo tanto más inexcusable, puesto que siguió testarudo e incorregible para con Dios, hasta su mismo final? Siendo así, pues, que Dios aflige tanto a buenos como a malos, y que, como vemos por experiencia, las aflicciones son fuego para encender tanto más la ira de Dios contra los malvados, concluimos que Dios castiga a muchas personas que no serán bendecidas por ello.
Por tanto, esto nos enseña que aquí Elifaz habla solamente de aquellos a quienes Dios castiga como a hijos suyos, para su provecho, según lo declara con las palabras que siguen, afirmando que Él hace la llaga y Él la vendará. Le coloca vendajes y la sana. Así pues, vemos que Elifaz limita su afirmación a aquellos para quienes Dios convierte el castigo en auténtica corrección.
Pero esta afirmación seguirá siendo un tanto oscura hasta que se explique con más detalle, de modo que quedemos plenamente convencidos. Notemos cómo obra Dios con los malvados. Es cierto que, con el castigo, exhorta a todos los hombres al arrepentimiento –como hemos dicho–, y es lo mismo que si los despertase y les dijera: «Conoced vuestras faltas y no sigáis más en ellas, sino volveos a mí, y yo estaré dispuesto a mostraros misericordia». Sin embargo, es bien sabido que el castigo no aprovecha a todos los hombres, y que no a todos concede la gracia de volverse a Él. Porque a Dios no le basta con herirnos con su mano, a menos que también nos toque interiormente con su Espíritu Santo. Si Dios no quitase la dureza de nuestro corazón, nos ocurriría lo que a Faraón. Porque los hombres son como yunques. Los golpes no cambian su naturaleza, pues vemos cómo los rechazan. Por tanto, hasta que Dios no nos toque en lo más profundo de nuestro interior, no haremos sino dar cocer contra Él, escupiendo más y más veneno. Y toda vez que nos castigue, crujiremos los dientes y no haremos sino atacarle. Y, en efecto, tan malvada es la iniquidad de los hombres, tan testaruda, tan desesperada, que cuanto más los castiga Dios, más le escupen sus blasfemias, mostrándose totalmente incorregibles, de modo que no hay forma de hacerles entrar en razón. Aprendamos, entonces, que hasta que Dios no nos toque con su Santo Espíritu, es imposible que sus castigos sirvan para traernos al arrepentimiento. Más bien, nos harán ir de mal en peor.
Sin embargo, no se puede decir que Dios no sea justo al obrar de esta manera, pues así se convencen los hombres. De modo que, si Dios no los mantuviera a raya, castigando sus pecados, podrían argumentar ignorancia, afirmando que no lo sabían, y que se excedieron porque Dios no les invitó a reconocer sus faltas. Pero, cuando sintieron la mano de Dios y percibieron sus juicios, siendo convocados al arrepentimiento, no solo fueron de mal en peor, sino que se mostraron en abierta rebelión contra Dios; de modo que ahora tienen que cerrar sus bocas y ya no pueden decir nada en su favor. Así pues, vemos cómo Dios muestra su justicia cada vez que castiga a los hombres, aunque dicho castigo no resulte en su enmienda.
Además, cuando Dios castiga a los malvados, es como si hubiera comenzado a mostrar ya su ira sobre ellos, y que el fuego de su ardor ya se hubiera encendido. Es cierto que, por el momento, no son consumidos totalmente, pero estas son señales de la horrible venganza que les está preparada para el día del juicio final. Vemos que muchas personas, siendo afligidas por la mano de Dios, se hallan bajo maldición. Su infierno ya comienza en este mundo, conforme a los ejemplos que tenemos de todos aquellos que no corrigen su malvada vida cuando Dios les envía aflicciones. Se les puede ver en una esquina aullando como perros, mostrando una continua cólera, o cual caballos desbocados, como se describen en el salmo 32. Están tan viciados que no reconocen su propio mal, considerando la mano que los golpea. Como dice el profeta: «Habrá llanto, porque pasaré en medio de ti». Pero, ¿de qué sirve?; ellos no piensan en la mano de Dios, ni saben que los visita. Vemos, así, con nuestros propios ojos, que muchas personas son aún más desdichadas al ser castigadas por la mano de Dios, porque no les aprovecha su escuela, ni reciben ningún beneficio de sus azotes.
Pero aquí se menciona particularmente a aquellos a quienes Dios castiga tocándolos con su Santo Espíritu. Podemos estar seguros de que, cuando Dios nos hace sentir su mano, humillándonos bajo ella, nos está haciendo un favor especial, y se trata de un privilegio que no concede a nadie sino a sus propios hijos. Cuando sentimos la corrección que Él nos manda y, además, somos enseñados a disgustarnos con nosotros mismos por causa de nuestras ofensas, a suspirar y gemir por ellas en su presencia, y a refugiarnos en su misericordia; digo que, si éste es nuestro sentimiento en cuanto a los castigos de Dios, será señal de que Él ha obrado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo. Porque es demasiada sabiduría para que crezca por sí misma en la mente del hombre; tiene que proceder de la libre y buena voluntad de nuestro Dios. El Espíritu Santo primero tiene que haber suavizado esa maldita dureza y testarudez que hemos mencionado, y a la cual estamos inclinados por naturaleza. Entendamos, pues, que este texto se refiere particularmente a los hijos de Dios, los cuales no están obcecados contra Él, sino que han sido vencidos y aplacados por la obra del Espíritu Santo, a fin de que ya no luchen contra las aflicciones que les manda. Pero, aún así, esta afirmación parecerá extraña a la opinión de la carne, pues todas las circunstancias que resultan distintas a nuestros anhelos las tildamos de «adversidades». Cuando sufrimos hambre, sed, frío o calor, decimos que es grande el mal, porque queremos satisfacer nuestros apetitos y deseos. Y, en realidad, esta manera de hablar, diciendo que las desgracias que Dios nos envía son adversidades –esto es, cosas contrarias a nosotros–, no carece de razón. Pero debemos entender el propósito de Dios, el cual nos aflige por causa de nuestros pecados.
Además, ya hemos afirmado que es necesario considerar que las aflicciones que Dios nos manda se deben a su odio al pecado, y que, si nos llama a su presencia, es para hacernos sentir que es nuestro Juez; pero también porque necesitamos que nos extienda sus brazos y nos muestre que está dispuesto a reconciliarnos consigo, cuando nos acercamos con verdadero arrepentimiento. Entendamos, por tanto, que son bienaventurados aquellos a quienes Dios castiga, a pesar de que todos huyan de la adversidad. Sin embargo, nunca seremos capaces de admitir esta doctrina y recibirla en nuestros corazones, hasta que la fe nos haya hecho comprender la bondad de Dios para con sus siervos cuando hace que se vuelvan a Él.
Y, para que podamos entenderlo mejor, advirtamos lo que les ocurre a las personas cuando Dios las deja libres, cuando no tiene intención de limpiarlas de sus pecados. Consideramos a una persona entregada al mal: por ejemplo, al que desprecia a Dios. Si Dios lo deja a su aire y no lo castiga, se endurecerá y el diablo lo llevará cada vez más lejos. Por eso, le habría sido mucho mejor que hubiese sido castigada antes. De modo que la mayor desgracia que nos puede ocurrir es que Dios permita que nos revolquemos en nuestras iniquidades, pues, en tal caso, finalmente nos pudriremos en ellas. Ciertamente, es de desear en gran manera que los hombres vayan a Dios por su propia voluntad, sin ser espoleados para hacerlo, y que se aferren a Él sin ser reprendidos por sus faltas. Esto –digo—es algo en gran manera deseable; y, más aún, que no hubiese en nosotros faltas, y que fuésemos como los ángeles, deseando únicamente rendir obediencia a nuestro Creador, y honrarle y amarle como a nuestro Padre. Pero, teniendo en cuenta lo perversos que somos, que no cesamos de ofender a Dios y que, además, actuamos con hipocresía delante de Él, anhelando solamente ocultar nuestras faltas; teniendo en cuenta que hay tanto orgullo en nosotros que quisiéramos que Dios nos dejara libres y satisficiera nuestros deseos, de modo que al final nosotros fuésemos sus jueces, en lugar de ser Él el nuestro; considerando –digo—lo perversos que somos, Dios ciertamente tiene que emplear algún remedio violento a fin de atraernos a sí. Porque, si nos tratara de forma absolutamente delicada, ¿qué ocurriría? En parte, podemos verlo incluso en los niños pequeños. Pues, si su padre o su madre no los castigaran, los estarían mandando a la horca. La misma experiencia lo demuestra, y hasta tenemos dichos populares: «Cuanto más los apañas, más pañales mojan». Y las madres van aún más allá, pues les gusta adularlos hasta que se echan a perder. De esta manera, Dios realmente nos ofrece pequeñas ilustraciones de lo que es mucho mayor en Él. Porque, si nos tratara suavemente, nos arruinaríamos del todo, sin posibilidad de ser rescatados. Por eso, para mostrarse como un Padre con nosotros, tiene que ser severo, viendo que somos de una naturaleza tan rebelde que tratándonos delicadamente no obtendríamos provecho. ¿Veis cómo podemos entender la verdad de esta doctrina, que es bienaventurado aquel a quien Dios castiga, considerando cuál es nuestra naturaleza, cuán testarudos somos y cuán difícil es ponernos en orden? Porque, si Dios nunca nos castigase, no sacaríamos provecho; y, por eso, es menester que nos mantenga bajo control, y nos dé todos los azotes que sean necesarios para que nos acordemos de Él.
Juan Calvino

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