La fe en Dios es necesaria en todas las dispensaciones y situaciones. Es imposible dar un paso en el camino recto sin ella (v. 1).
El que confía en Dios siempre tiene base para la esperanza. No todo lo que se encuentra en peligro está perdido. Mientras viva y reine Dios, hay esperanza para una buena causa y para un buen hombre. Podemos desafiar con valentía a todos los que quieran hacernos desesperar (v. 1).
El que se proponga cumplir con su deber, ha de aprender a no conocer a ningún hombre según la carne, y a no escuchar ningún consejo, por mucha bondad con que parezca darse, si entra en conflicto con la voluntad conocida de Dios (v. 1).
¡Cuán extrema es la necedad del pecado! Nada parece más justificable a los ojos de los hombres carnales que huir en tiempo de peligro. Sin embargo, a menudo hemos de clamar: «¿Cómo decís […]?» (v. 1).
Siempre es sabio permanecer en nuestro lugar (v. 1). El puesto del deber es una torre alta. Henry: «Lo que apenaba a Dios en este asunto no era que escapar podía oler a cobardía, lo cual no es propio del soldado, sino que podía oler a incredulidad, lo cual no es propio del santo que tantas veces ha dicho: «En Jehová he confiado». Calvino: «Este versículo nos enseña que, por mucho que el mundo nos aborrezca y persiga, no obstante debiéramos permanecer firmes en nuestro puesto, para no vernos privados del derecho a reclamar las promesas de Dios o que las mismas se escapen de nosotros; y que, por más que se nos acose durante todo el tiempo que fuere, siempre debiéramos ser constantes e inalterables en la fe de haber recibido el llamamiento de Dios».
Para mantener una profesión firme e inalterable, hemos de evitar escrupulosamente toda influencia de la sabiduría de la carne (v. 1). Aun siendo cristianos, los hombres pueden ser carnales hasta un punto lamentable (cf. 1 Co. 3:1). En tal caso, su consejo suele ser muy parecido al que dan los hombres impíos.
Los hombres buenos no deberían sorprenderse de ninguna maldad que puedan presenciar. Los hombres malos siempre han sido muy malos (v. 2). Los malvados siempre harán maldad. Está en sus corazones. Cada generación tiene su Caín, su Ahitofel, su Sanbalat, su Judas, su Demas, sus falsos hermanos, sus perros, sus cobardes sin principios y sus atroces tiranos.
Se da una curiosa correspondencia entre los procedimientos y los propósitos de los hombres malvados. Las acciones furtivas se adecuan a los planes furtivos (v. 2). A muchos pecadores que disparan en secreto, les daría demasiada vergüenza atacar abiertamente. Las obras de las tinieblas se adecuan a los hijos de las tinieblas.
Es importante que, a menudo, nos preguntemos: ¿Somos rectos? (v. 1). Si lo somos, también seremos directos, francos, claros y sinceros. Los caminos retorcidos no son propios de la piedad. Cuando nos sintamos inclinados a la falsedad, podemos estar seguros de que no está todo bien.
Siempre es necesario adherirse a los primeros principios (v. 3). Esto es tan importante en religión como en cualquier otra materia. Henry: «Si destruyes los fundamentos, si a las buenas personas les quitas su esperanza en Dios, si puedes persuadirles de que su religión es un engaño y una broma y puedes apartarlos de ella, los destruirás, realmente les romperás el corazón, y los convertirás en los más miserables de los hombres». Adopta los primeros principios atenta y escrupulosamente; y, cuando los hayas adoptado, retenlos.
En las tentaciones que nos llevan a negar las primeras verdades de la religión, hay una ventaja, a saber: que en seguida vemos que, o nos aferramos a nuestra integridad, o habremos de renunciar a la conciencia, paz mental, principios, Dios y salvación. Es de gran ayuda cuando podemos ver la deriva de nuestros conflictos. Si fallan los fundamentos, todo está perdido (v. 3).
¡Qué bendición tan inestimable es un buen gobierno, establecido y conducido con principios verdaderos, justos y uniformes! Si a quienes se quejan de las cargas normales de un buen gobierno, se les sometiera, aun por poco tiempo, a los horrores del desgobierno o anarquía, se encontrarían en una situación que probablemente les llevaría a sentirse agradecidos de volver a cualquier forma de gobierno regular y libre (v. 3).
Pero, si Dios nos ha colocado en una situación de vida social y civil totalmente inestable, recordemos que también otros, que nos han precedido, han visto todo orden subvertido y justicia negada (v. 3). Mas, por medio de Dios, han sobrevivido a tal situación y alcanzado días mejores, del mismo modo que también podemos hacerlo nosotros. El romano no desesperaba de la república; y el cristiano ha de esperar el bien en todos los asuntos, siendo gobernados por Dios. Horne: «No todo está perdido mientras quede un solo hombre que repruebe el error y dé testimonio de la verdad; y el hombre que lo hace con el espíritu adecuado, puede detener al príncipe o senado que actúa con todo su vigor y, de ese modo, arreglar las cosas […]. Ningún lugar de la tierra está libre de preocupaciones y dificultades; las tentaciones se hallan por todas partes, pero también la gracia de Dios».
Vemos cuál sería el estado de las cosas si los infieles tuviesen el dominio. Toda virtud y, con ella, toda justicia y orden perecerían; todos los fundamentos serían destruidos. Morison: «Tales hombres acostumbran exaltar la libertad, pero ¡ay de los justos de la tierra cuando quedan a merced de sus delicadas misericordias! No es de suponer que quienes niegan la lealtad al todopoderoso, traten con mucha deferencia a sus humildes y leales siervos. La libertad, de la que tanto hablan los infieles, no es sino aquel egoísmo del que su sistema jamás puede apartarles, y solo hace falta que tal egoísmo dicte un renglón de persecución para que ellos lo escriban al instante. Ante la total carencia de principios, necesariamente han de ser conducidos a donde la pasión, el prejuicio o el interés les arrastre».
Por mucha confusión atroz que reine a nuestro alrededor, y que los verdaderos fines del gobierno sean olvidados, sin embargo, bien pueden regocijarse los corazones de los justos en que Dios no es, ni puede ser, destronado (v. 4). Todos los demás cetros serán quebrados, y todas las demás coronas caerán a tierra, pero los píos siempre clamarán: «Aleluya, porque el Señor Dios omnipotente reina».
Cuanto más se sequen las fuentes de gozo terrenal, más deberíamos acudir a los pozos de salvación, y con deleite sacar de ellos el consuelo necesario (v. 4). Calvino: «Estando destituido de ayuda humana, David se encomienda a la providencia de Dios. Es una señal notable de fe obtener luz del cielo que nos guíe a la esperanza de salvación cuando, en este mundo, nos rodean las tinieblas por todos lados. Todos los hombres reconocen que el mundo es gobernado por la providencia de Dios, pero cuando se produce alguna triste confusión de las cosas, que perturba su paz y les acarrea dificultad, hay pocos que retengan en sus mentes la firme convicción de esta verdad». Sin embargo, este es justo el momento en que la fe es más necesaria y puede ser más ilustre.
¡Cuán consoladora es al alma humilde la doctrina de la omnisciencia de Dios! (v. 4). Si se avergüenza de sus propias imperfecciones y defectos, puede apelar a Dios para que atestigüe su sinceridad. Si los hombres entienden mal y malinterpretan sus mejores acciones y propósitos, está segura de que Jehová los aprueba. Si tiene la sensación de que los consejos malvados son demasiado oscuros para poder penetrarlos, tiene a un Amigo todopoderoso que sondea todas las malvadas ardides. Henry: «Dios no solo ve a los hombres, sino que ve a través de ellos; no solo sabe todo lo que dicen y hacen, sino que sabe lo que piensan, lo que se proponen y lo que realmente sienten –no importa lo que quieran aparentar. Nosotros podemos saber lo que los hombres parecen ser, pero él sabe lo que son, como el refinador sabe cuál es el valor del oro cuando lo ha probado».
Debería resultar solemne a los hombres que Dios los escudriñe y pruebe (v. 5). Muchos se dirigen a su Hacedor con palabras muy solemnes, pero en sus corazones son livianos y vanos. El que escudriña los corazones no se agrada de los necios. No juega con nadie, ni dejará que nadie juegue con él.
Los hombres malvados no tienen más derecho a creer que Dios favorecerá sus acciones malvadas que a creer que cambiará, pues toda su naturaleza moral está en contra de los hacedores de iniquidad (v. 5). Calvino: «Dios aborrece a los que se dedican a causar daño y hacer mal. Habiendo ordenado la interrelación de los hombres, quiere que la mantengamos inviolable. Por tanto, para preservarla como orden sagrada y señalada, ha de mostrarse enemigo de los malvados que son injustos y perturbadores para con los demás». La sociedad es la ordenanza de Dios. Todo lo que tienda a subvertirla será castigado por Dios.
Puesto que Dios es lo que es, es imposible que al justo y al malvado por siempre les vaya igual; mucho menos, que el malvado siempre tenga al justo en su poder y pueda atormentarlo (v. 5).
Si Dios prueba a los justos, es por su bien; y, por tanto, hay una enorme diferencia entre los sufrimientos de los santos y los de los pecadores, no tanto en el grado como en el propósito, fin y efectos (v. 5). Morison: «Percibimos aquí la indecible diferencia entre los castigos paternales y la acción de Dios, en su desagrado, sobre sus enemigos. Los unos tienen un carácter correctivo, la otra un carácter punitivo; los unos expresan la consideración del pacto, la otra conlleva el justo desagrado y el juicio inminente; los unos son la reprensión de un padre justamente ofendido, la otra la vara alzada de un juez que, en breve, aplastará a todos sus enemigos».
Las calamidades que alcanzarán a los malvados son inconcebiblemente terribles (v. 6). La Biblia excede a todos los libros en sobriedad, y aun en sus imágenes más impactantes no da una idea exagerada de la miseria futura de los hombres malvados que mueren impenitentes. ¡Cuán insoportable debe de ser la ira de Dios, cuando se expresa con palabras tan tremendas como las empleadas en este salmo y otros lugares de la Biblia! No me sorprende que los grandes y buenos hombres que han proclamado la salvación de manera enérgica y ferviente, normalmente hayan hablado de la pérdida de un alma con tono sumiso y muchas lágrimas. Pero no hay nada que excuse el silencio en un asunto tan serio (cf. Ez. 3:18; 33:7-8). La condenación es más terrible de lo que se haya expresado jamás.
Henry: «Aunque la gente honesta y buena pueda ser machacada y pisoteada, Dios la reconoce y reconocerá, la favorecerá y le sonreirá, y esa es la razón por la que Dios tratará severamente a los perseguidores y opresores: porque aquellos a quienes oprimen y persiguen le son queridos. De manera que quien les toca, toda a la niña de sus ojos» (v. 7).
Todo este salmo nos enseña que, si somos tentados, no hemos de ceder, sino resistir al diablo, y él huirá de nosotros.
No podemos leer estos salmos sin ver que hay una diferencia entre santos y pecadores, quienes sirven a Dios y quienes no le sirven.
Todos los males que, en esta vida, acontecen al impío no son sino el comienzo de sus aflicciones, pero todas las cosas malas que suceden al justo solo se dan antes de alcanzar la eternidad.
Una cosa debería animar grandemente a los santos cuando se acercan a Dios, a saber: que ahora sabemos no solo que reina, sino que reina por Jesucristo. Es tan cierto que Dios está en su trono, como que está en Cristo Jesús.
Morison concluye sus comentarios a este salmo así: «¡Pecador impenitente! ¡Lee este salmo y advierte tu destino inminente! Abrigar esperanza de escapatoria es en vano. Los elementos de la omnipotente ira están todos preparados, y los huracanes que te arrastrarán a la perdición pronto comenzarán a soplar. Los cielos morales ya están cubiertos de nubes amenazadoras, el destello del relámpago se ve girando en torno a tu cabeza, y el abismo inferior se está abriendo para recibirte; un estadio más en la impenitencia y serás destruido para siempre; el Juez está a la puerta, estás a punto de recibir el último llamado al arrepentimiento, pronto se oirá el doble de campanas del juicio, y a través de la lúgubre sombra de muerte pasarás a una región en que la ira de Dios será la porción eterna de tu copa. Date prisa, por tanto, oh pecador, en acudir a la cruz de Cristo. El que murió en aquella cruz te da la bienvenida; a pesar de toda tu impenitencia, te da la bienvenida. Puede ablandar y cambiar tu duro corazón de piedra. Puede perdonar y quitar tus pecados de color carmesí. Pero no olvides que el día de la visitación misericordiosa se apresura a su fin, y que la insultada compasión de un Salvador moribundo se vengará terriblemente por medio de los incesantes tormentos que producirá».
No es cosa nueva que Dios parezca, por un tiempo, entregar a su pueblo al poder de sus enemigos (v. 1). Pero ello no debería abatirlos; los siervos de Dios de épocas anteriores también soportaron todo esto y, sin embargo, salieron victoriosos.
No hay en toda la iglesia militante de Cristo un solo caso de injusticia sufrida o persecución soportada, que sea tan malo como para poner en duda si ha de presentarse a Dios (v. 1). «La gente buena estaría perdida si no tuviese un Dios al que acudir, un Dios en quien confiar y una dicha futura que esperar». Echad sobre él todo vuestro cuidado, pues cuida de vosotros. El oficio, obra y deleite personales de Dios es ayudar a los débiles y defender a los heridos.
Por muy graves que puedan ser las pruebas de sus santos, Dios jamás los desampara definitiva ni totalmente. Es verdad que, como dice Henry, «el hecho de que Dios se retire resulta muy penoso para su pueblo en todo momento, especialmente en momentos de dificultad». Pero el momento en que Dios viene en nuestro rescate, a menudo se encuentra muy cerca cuando más lejos nos parece a nosotros. «La extrema necesidad del hombre es la oportunidad de Dios». Esta es la primera lección que Ames saca de este salmo: que «en medio de sus dificultades, los hombres piadosos se quejan, principalmente, de la ausencia de Dios; puesto que se han dado cuenta de que, en todo lo que les concierne, han de considerar, principalmente, a Dios y su providencia; puesto que la ausencia de Dios es motivo de gran consternación para todas las criaturas; y puesto que la presencia de Dios trae la apropiada consolación para todos los males».
El abuso de la paciencia y misericordia de Dios por parte de las sucesivas generaciones de sus enemigos, no parece variar en la menor medida. Las excusas, burlas y artes de los malvados, cuando se atreven a emplearlas, tienen una tediosa uniformidad. El lenguaje de los malvados que encontramos en este salmo, se ha repetido en todas las épocas. Véase otros salmos, los profetas, los evangelistas, el último capítulo de 2ª Pedro y la historia de la iglesia en general.
La persecución no es cosa nueva (v. 2). Cuando el pueblo de Dios tiene mucho del Espíritu de Cristo y los enemigos de Cristo tienen el poder, fluirá la sangre de los mártires. Pero, bendito sea Dios, pues que mejor es sufrir el mal que hacer el mal. El espíritu de los malvados no se preocupa de la justicia si puede salirse con la suya. Su orgullo lo llevará. Henry: «La tiranía, tanto del estado como de la iglesia, tiene su origen en el orgullo». Horne: «Resulta inconcebible el maligno furor con que el vanidoso infiel persigue al humilde creyente, aunque este no le haya ofendido más que por ser creyente». Si hubiese misericordia en los corazones de los perseguidores, el carácter inofensivo y desvalido del pueblo de Dios despertaría su compasión; pero son despiadados. Verdaderamente, es una gran misericordia cuando se nos mantiene fuera del alcance de los malvados. No es de extrañar que provoque a Dios la violencia hecha a sus santos.
Tampoco es cosa nueva que los malvados se gloríen en su vergüenza (v. 3). Llevan manifestándola mucho tiempo.
Pero tengan cuidado los hombres con la forma en que tratan de aprobar su maldad, alegando que Dios les da poder (v. 3; cf. Is. 10:12-15).
Una de las cosas más peligrosas que puede hacer el hombre, es bendecir a los hombres malvados, poniendo lo amargo por dulce y la luz por las tinieblas (v. 3; cf. Is. 5:20). El que exalta lo vil está completamente perdido.
¿Alguna vez aprenderán los hombres el mal que hay en la codicia? Es la raíz de todos los males; es condenada es la ley moral, en los salmos, en los profetas, en los evangelios, en las epístolas, por la conciencia, por el sentido común, por la voz de la humanidad, por muchos ejemplos terribles de hombres ávidos de ganancia. El hombre codicioso abomina al Señor, y el Señor le abomina a él (v. 3). Tan imposible es que el hombre sea salvo sin aborrecer la codicia, como que sea salvo sin aborrecer la mentira o el homicidio.
El orgullo es un pecado muy parecido en todos los casos (vv. 3-4). Convierte todas las bendiciones en maldiciones. Hace a los hombres desvergonzados. Todos lo denuncian; pocos renuncian a él. Uno está orgulloso de su origen humilde, otro de su noble nacimiento; uno de su ropa espléndida, otro de sus toscas vestiduras; uno de sus virtudes, otro de sus vicios. No hay diferencia constatable en la tendencia destructiva de las diferentes clases de orgullo (cf. Pr. 16:18; 29:23).
Una de las lecciones que Ames saca de este salmo es que «en ninguna otra cosa la impiedad de los orgullosos rebasa más todos los límites que en estar acostumbrados a alabarse a sí mismos y a quienes se asemejan a ellos en maldad» (v. 3; cf. Dt. 29:19-21).
Una causa suficiente de la irreligiosidad de todos los hombres malvados se encuentra en sus malas pasiones (vv. 3-4). ¡Cuántas multitudes de hombres, como el rey Saúl, tienen convicción de pecado y, a veces, incluso la expresan con seriedad y ternura y, sin embargo, son arrastrados al pecado por su obstinación, malicia, mundanalidad, ambición o celos!
Y ¿cómo puede esperarse que los hombres vengan a un conocimiento salvífico de las cosas divinas, cuando no buscan que se les informe (v. 4)? Ningún indagador honesto de la verdad ha perecido jamás. La historia personal de todo infiel da la clave de su escepticismo. Es un hecho que la historia del mundo aún no nos ha mostrado un solo objetor de la doctrina y misericordia del evangelio que manifieste serenidad, oración e imparcialidad.
Si se diese rienda suelta al pecado, destronaría y aniquilaría a Dios (v. 4). Hasta donde puede, actúa, siente y piensa como si no existiera.
No deberíamos sorprendernos de la vileza del pecador (v. 5). La tranquila continuidad en el pecado es una señal infalible de impiedad, no menos que los flagrantes pecados que se cometen puntualmente. Todas las transgresiones son fruto de un corazón no regenerado. Deberíamos confundirnos si un mal árbol diese buen fruto.
Tampoco deberíamos sorprendernos si los caminos de los pecadores resultan penosos aun a sí mismos (v. 5). Los malvados siempre han sido y han de ser como el mar agitado.
Tampoco debería asombrarnos la prosperidad de los malvados (v. 5). No obtienen nada de valor para la eternidad; todas las cosas buenas las obtienen en esta vida.
No es cosa nueva que los hombres pecadores carezcan de discernimiento espiritual (v. 5). Están tan cegados por el pecado, tan enamorados del engaño, que sin un cambio sobrenatural no pueden percibir belleza alguna ni aun en la santidad.
«Si ves el maltrato de los pobres y la violenta perversión del juicio y la justicia en algún lugar, no te maravilles del asunto» (v. 5). Así fue en los días de Salomón; así ha sido siempre. Pero Dios lo pondrá todo en orden.
Aunque los hombres malvados a veces alcanzan asombrosas cotas de poder, su arrogancia suele elevarse aún más (v. 5).
Los incorregibles malvados no podrían continuar en la seguridad de sus pecados si no fuese por extraños engaños, el rechazo ostensible de la evidencia o la maravillosa capacidad de falso razonamiento (v. 6). Un hombre vivo puede decir con la misma sabiduría: «No moriré jamás»; que un hombre próspero: «No estaré en adversidad jamás»; o un pecador: «No perderé mi alma».
Nadie se sorprenderá más que los mismos malvados de la profundidad y rapidez de su caída. Esta es inevitable, si permanecen en incredulidad. Un ángel del cielo no podría abrirles los ojos para ver su juicio venidero, si no tienen voluntad de conocer la verdad (vv. 6-7).
Hay consanguinidad en todos los pecados. Compárese el versículo 6 con varios versículos anteriores y posteriores. El orgullo, la crueldad, la astucia, la jactancia, la concupiscencia, la codicia, la falsa paz, la falta de docilidad, el ateísmo práctico, la ceguera espiritual, el menosprecio, la maldición, el engaño, el fraude, las malas acciones y la vanidad forman una espantosa hermandad.
El apóstol Santiago no nos dijo ninguna cosa nueva cuando retrató (Stg. 3:2-13) los terribles males de una lengua malvada (v. 7). La muerte y la vida están en su poder. No hay mayor maldad que la que prorrumpe en palabras.
Es asombroso a qué miserables artimañas recurren los mejores oponentes de la verdad y del pueblo de Dios, aun gente que, normalmente, es justa en otros asuntos (vv. 7-8).
El papel servil, rastrero y adulatorio que, a menudo, juegan los crueles y malvados, no puede engañar a nadie más que a los simples e inexpertos (v. 10).
La declaración bíblica de la necedad del pecado se sostiene plenamente por lo que este alega en su defensa. Ningún maníaco ha razonado jamás más ilógicamente que el incrédulo (vv. 6-11).
Es muy seguro para quienes tienen una buena causa, pedir al juez infalible que proceda en seguida a decidir la controversia entre ellos y sus enemigos (v. 12). Calvino: «Este versículo contiene la útil doctrina de que, cuanto más se endurezcan los impíos, mediante su perezosa ignorancia, y procuren convencerse de que Dios no se preocupa de los hombres y de sus asuntos, y que no castigará la maldad que cometen, más deberíamos nosotros procurar convencernos de lo contrario; de hecho, su impiedad habría, más bien, de inducirnos a rechazar con vigor las dudas que ellos no solo admiten, sino que suscitan con diligencia».
Cuando los hombres ven lo lejos que el pecado conduce a los impíos (v. 13), ¿no es razonable suponer que todo pecador se espantaría y gritaría horrorizado si, al comienzo de cualquier camino de necedad, viera claramente su fin?
La omnisciencia divina es tan consoladora a los santos como terrible a los pecadores (v. 14).
La venganza divina, que parece tan lenta en hacer su obra, no se detendrá. Su llegada es más rápida de lo que piensan muchos. No se tarda; no se duerme (v. 14).
Cuando consideramos el amigo que el pobre y el huérfano tienen en Dios, no es de extrañar que se levanten del muladar y se sienten entre príncipes. Sus mismas dificultades son una buena escuela para ellos. Su misma incapacidad les convierte en objetos adecuados de la compasión divina. Recuerden todos la disposición de Dios a ayudarles (v. 14). El poder divino puede aplastar a cualquier número de enemigos para salvar a sus amigos.
La destrucción de los malvados será absoluta (v. 15). Dios no les dejará rama ni raíz.
Si no leemos la historia como los ateos, hemos de aprender algunas tremendas y saludables lecciones (v. 16). ¿Dónde están todos los antiguos imperios y emperadores? ¿Dónde están las naciones que olvidaron a Dios? Dickson: «Los reyes terrenales no pueden seguir viviendo para ayudar a sus amigos, seguidores o aduladores, o para perseguir y molestar a la iglesia de Dios; pero Cristo es el Señor y Rey por los siglos de los siglos para defender a su pueblo y castigar a sus enemigos».
Si estamos seguros de tener buenos deseos, deberíamos esperar, con ánimo, su cumplimiento (v. 17).
Realmente, es tanto una misericordia como una verdad revelada el hecho de ser dependientes de Dios para todo, aun para un pensamiento o sentimiento adecuado. Si él no preparase nuestros corazones, nunca serían apropiados para ninguna parte de su servicio (v. 17).
No es posible que la oración bíblica no sea oída y respondida (v. 17). Ha de ser así, pues que Dios es Dios.
Es una gran misericordia que Dios juzgue en la tierra (v. 18). El Señor reina: regocíjese la tierra.
En todas las épocas, la maldad es muy parecida. Los hombres más eruditos no se ponen de acuerdo si este salmo se adecua más a Saúl y sus cortesanos, Antíoco Epífanes, Belsasar, Sanbalat y sus colaboradores, o el papa y sus esbirros. El hecho es que el carácter y artes de los aborrecedores de la iglesia de Dios son tan similares en disposición que, en cuanto tienen oportunidad, actúan de manera muy parecida.
Las anotaciones de la Asamblea dice: «Todo este salmo puede servir para refutar ampliamente el error de quienes hacen del éxito mundano de los grandes emprendedores un argumento de la bondad de su causa, así como para consolar y confirmar a quienes sufren, aunque sea mucho y por largo tiempo».
Es incuestionablemente sabio servir a Dios. El último dictamen lo pondrá todo en orden. Aquí hay oscuridad respecto a algunas cosas. Pero santos y pecadores harán, en el último día, el mismo juicio acerca de la necedad del pecado y la sabiduría de la piedad.
Cobbin: «Nuestra base para gloriarnos en Dios es que él es justo. Él prueba a los rectos como se prueba el oro en la hornaza, pero castiga a los malvados. Uno es corregido, el otro destruido. Ambos pueden sufrir, pero uno para su bien presente y eterno, y otro como preludio de la ruina eterna». «Cecil se estaba paseando por el Jardín Botánico de Oxford, cuando observó un bonito espécimen de granado casi cortado de cuajo por el tallo. Al preguntarle al jardinero la razón, obtuvo una respuesta que explicaba las heridas de su propio espíritu sangrante: “Señor, este árbol brotaba con tanta fuerza que no daba sino hojas. Por tanto, me vi obligado a cortarlo de este modo y, una vez cortado casi de cuajo, comenzó a dar abundante fruto”. Vosotros, miembros sufrientes de Cristo, sed agradecidos por cada aflicción que debilita una concupiscencia o fortalece una gracia. Aunque sea un corte hasta el corazón, sed agradecidos por cada pecado e ídolo rasurado. Sed agradecidos por todo lo que haga más tierna vuestra conciencia, más espirituales vuestros pensamientos y más consistente vuestro carácter. Sed agradecidos por ser las tijeras de podar y no el hacha de talar lo que sentisteis. Porque, si sufrís en Cristo, sufrís con él; y, si sufrís con él, también reinaréis con él».
¡Qué tremenda lección enseña este salmo a los tiranos, a los monarcas tiranos, a los jueces tiranos, a los segundos comandantes tiranos, a los propietarios tiranos, a los maridos tiranos, a los amos tiranos, a los acreedores tiranos y a los profesores tiranos! ¡Oh, cómo se levantarán aún los hollados de la tierra, y harán sonar sus cadenas, y mostrarán sus cicatrices, y harán memoria de sus ruegos de misericordia cuando todos eran en vano!
Al seguidor de Cristo cansado, tentado y perseguido, ¡cuán dulce será el descanso del cielo! Scott: «Tan solo en el cielo quedará excluido todo pecado y tentación. Ningún cananeo hallará entrada en él; ninguna concupiscencia quedará entonces en el corazón de habitante alguno; no se conocerá ninguna imperfección, sino que todos estarán completos en amor, pureza y gozo».
¡Qué gran maestra es la experiencia! ¡Cómo enriquece al alma con conocimiento y confianza! El cristiano adquiere su fuerza ejercitándose para la piedad. Prueba de esta verdad es todo el salmo.
El primer gran elemento de la verdadera religión es la sinceridad piadosa. Cuando comenzamos a adorar y a cumplir otros deberes «con todo [nuestro] corazón», comenzamos a vivir (v. 1). Sin esto, todas nuestras acciones son «obras muertas», ofensivas a Dios.
Hengstenberg: «Un espíritu de gratitud es una de las marcas por las que la familia de Dios se distingue del mundo. El que no puede dar gracias de corazón, rogará en vano. El receptor abrigará más fácilmente esperanzas de bondad futura si se retrotrae al recuerdo de antiguos beneficios del dador. El fundamento de la desesperación siempre es la ingratitud» (v. 1).
No es menos un deber que un privilegio contar las maravillas de Dios (v. 1). ¡Qué gran ventaja, en este sentido, tienen los cristianos viejos, que han visto muchas muestras maravillosas del amor de Dios para con sus escogidos! A quien ha estado en las guerras, normalmente se le escucha con interés.
Una buena obra o propósito lleva, naturalmente, a otra. Si el pueblo alaba a Dios con fervor, pronto tendrán algo que decir de sus maravillosas obras (v. 1).
En la verdadera religión, no satisfará más que Dios mismo (v. 2). Dickson: «Ningún beneficio o don recibido de Dios, sino Dios mismo y su favor gratuito, es causa del gozo del creyente». Calvino señala que David quiere decir «que encuentra en Dios abundancia de gozo plena y rebosante, de manera que no tiene necesidad de buscar ni aun la gota más pequeña en ningún otro sitio».
Deberíamos averiguar el modo más adecuado de dar a conocer las alabanzas de Dios (vv. 2, 11, 14), y no cansarnos de esta buena obra. Horne: «El que, con el espíritu y el entendimiento, al igual que con la voz, “[canta] alabanzas a tu nombre, oh Altísimo” (LBLA), tiene la misma ocupación que los ángeles, y experimenta un anticipo del placer que ellos sienten». Aprendamos a cantar con gracia en nuestros corazones, entonando para el Señor, alabándole por la existencia, por sus muchos dones temporales, y pasando a los temas más elevados de la redención y la gloria.
Nunca hemos de temer que Dios sea destronado, superado o derrotado. Él es el Altísimo (v. 2). Sus perfecciones naturales, no menos que las morales, lo colocan fuera del alcance de toda malicia, terrenal o infernal.
¡Cuán fácilmente son turbados los malvados! Su huida es una derrota (v. 3). Su destrucción viene como hombre armado. Tanto los santos como los pecadores normalmente mueren de muerte natural, pero cualquier sabio prefiere morir mil veces la muerte del cristiano antes que la muerte del pecador una sola vez.
La presencia de Dios confundirá a cualquier enemigo (v. 3). Y no deberíamos darle mayor importancia al medio, sino tan solo al Autor de nuestras liberaciones de los enemigos abatidos. Dickson: «La manera de dar a Dios la gloria de toda acción, y en especial de nuestras victorias sobre nuestros enemigos, es reconocerle como agente principal de ellas, y a las criaturas como meros instrumentos por los cuales hace volver atrás al enemigo».
El lado del que Dios está, ha de vencer con toda seguridad (v. 4). No es necesario que se dé ninguna otra razón de victoria: esta lo llena todo.
Las derrotas pasadas deberían advertir a los malvados de los tristes desastres e inevitable destrucción que pronto ha de sobrevenirles (v. 4). Desde el comienzo del mundo, jamás se han salido con la suya. Aun la muerte de Cristo resultó ser el golpe más terrible contra el imperio de las tinieblas. Y, antes de que traspasen los límites del tiempo, las grandes masas confesarán que el pecado es una mentira y el mundo un engaño. ¿Quién ha oído que «la gente del mundo hable bien de él al partir?».
Ante los tribunales terrenales, una buena causa no es suficiente para asegurar el éxito, pero Dios siempre está con el derecho (v. 4); Él juzga con justo juicio. Tres cosas deberían hacer que nuestra confianza en Dios sea perfecta: «Dios siempre es el mismo y su trono permanece inconmovible; su administración de los asuntos del mundo es con estricta justicia; Él es aún el refugio de su pueblo y el oidor de la oración».
Los hombres, las ciudades y las naciones que han perecido, bien podrían poner en alerta a todo hombre inclinado a rebelarse contra Dios (v. 5). La caída de todo rebelde es la advertencia divina de que nadie puede delinquir con impunidad. Los hombres o poderes perseguidores de la tierra, cuando son hallados inexcusables, siempre han sufrido una terrible derrota. Las naciones inflamadas por la ambición, ávidas de conquista y despreocupadas por el derecho, siempre se han encontrado, más tarde o más temprano, con un juicio terrible. Clarke avisa solemnemente a «todas las naciones de la tierra que –para agrandar su territorio, aumentar sus riquezas o extender su comercio– han hecho guerras destructivas. Por la sangre que han derramado tales naciones, será derramada la suya».
El malvado y el justo se oponen en todos los sentidos (v. 6). Si uno está en lo cierto, el otro ha de estar equivocado; si uno agrada a Dios, el otro ha de estar continuamente provocando a la majestad celestial; si uno es salvo, el otro ha de ser condenado. Lo contrario también es verdad. Si uno está equivocado, el otro está en lo cierto; si uno ha de ser condenado, el otro ha de ser salvo. Dios no puede amar a los dos; ha de amar a aquel cuyo carácter moral es como el de su Creador.
En medio de todas las escenas variables de la tierra y de los hombres, ¡cuán gloriosa es la verdad de que Dios permanece y reina para siempre (v. 7)! En los gobiernos humanos, uno muere y otro sucede. Pero el único que tiene inmortalidad, está en el trono del universo. Si, en la tierra, tenemos un alto magistrado bueno, no sabemos si ha de vivir un solo día más, ni tenemos la certeza de que su sucesor no sea un hombre necio o malo.
Puesto que Dios no puede negarse a sí mismo, ha de presidir sobre todos los asuntos humanos. Para ausentarse del trono del juicio, tendría que dejar de existir. Dickson: «Los tribunales de justicia de los hombres no siempre están dispuestos a oír a los demandantes, pero el Señor ejerce de juez continuamente; no se retrasa en atender la queja de ningún hombre ni por una hora, aunque se presenten miles a la vez, y todos con diversas peticiones». Morison: «Es agradable sentir que el reino del mal no será eterno, que por mucho tiempo que se le permita existir, al final terminará; y no es menos vivificante saber que el reino de la paz, la verdad y la justicia, será eterno».
El día del juicio final será muy revelador (v. 8). No puede ser de otra manera.
¡Cuán vana es una religión de formas! ¡Cuán vano es tratar de ocultarnos en ordenanzas y ceremonias, viendo que el mismo Jehová es el refugio de sus santos (v. 9)!
Dios puede colocar fácilmente a su pueblo fuera del alcance de sus más poderosos enemigos. Él es su lugar alto (v. 9).
El verdadero conocimiento de Dios promueve la quietud. Henry: «Cuanto mejor se conoce a Dios, más se confía en Él».
¡Qué eternas columnas de la verdad se levantan por todas las Escrituras para consuelo de los santos (v. 10; cf. He. 13:5)! Todas estas doctrinas y promesas son tan duraderas como el trono de Dios.
El deber de publicar toda la verdad, que ha de honrar a Dios y promover su reino, no es ninguna novedad (v. 11). El Antiguo Testamento revela muchos de los principios sobre los que descansa la empresa misionera. Y, para esta obra, tenemos gran aliento, pues, como dice Dickson: «Las acciones del Señor a favor de su pueblo, de tal manera están impresas con el sello de la divinidad, que este pueblo puede adquirir gloria para Dios aun en medio de las naciones que están sin iglesia, y atraerlas a Él; y, por tato, no es una obra innecesaria, infructífera ni inútil «declarar sus obras en medio de las naciones».
Cuídense los hombres de todo homicidio y malicia que conduce al homicidio (v. 12). Scott: «La sangre de muchos mártires se ha derramado, y sus perseguidores han supuesto que no se haría ninguna pesquisa sobre ello; pero, de vez en cuando, el Señor anticipa el día en que “la tierra descubrirá sus sangres, y no más encubrirá sus muertos” (Is. 26:21). Él siempre atiende al clamor de los humildes».
No teman ser ignorados u olvidados por Dios quienes son perseguidos por causa de la justicia (v. 12).
Una oración humilde y ferviente no se pierde jamás (v. 12). Crisóstomo: «La oración es un puerto para el náufrago, un ancla para quienes se hunden en medio de las olas, un cayado para los miembros que se tambalean, una mina de joyas para los pobres, un sanador de enfermedades y un guardián de la salud. La oración en seguida asegura la continuidad de nuestras bendiciones y disipa las nubes de nuestras calamidades. ¡Oh, bendita oración! Eres la incansable vencedora de las desgracias humanas, el firme fundamento de la felicidad humana, la fuente de gozo inagotable, la madre de la filosofía. El hombre que verdaderamente puede orar, aunque languidezca en medio de la más extrema indigencia, es más rico que todos los demás; mientras que el desgraciado que nunca ha doblado su rodilla, aunque se siente, orgulloso, en el trono, es el más miserable de todos los hombres». Jamás renuncies a la oración.
¡Cuán armonioso es el carácter de un hombre bueno! Se le llama «humilde» (v. 12) y, sin embargo, la misma palabra puede traducirse por otras palabras sin que se enseñe ningún error. Es manso, es afligido, es modesto. Una mala pasión puede expulsar a otra, de manera que ocupe plenamente su lugar, pero las gracias del cristiano habitan todas juntas en unidad.
El viejo modo de acudir a Dios, despojado de una justicia propia, es el mejor y único modo. El hombre más santo que haya existido, ha tenido gran necesidad de implorar misericordia (v. 13).
Deberíamos prestar gran atención a las maravillosas escapatorias de la muerte que experimentamos (v. 13). Dios nos levanta de las puertas de aquella oscura prisión. Conozco a un hombre que fue endeble toda su infancia, y en la juventud tuvo tan poca salud que, a menudo, se decía que pronto estaría en el sepulcro. Casi ininterrumpidamente, sufrió ataques de poderosas y malignas enfermedades hasta cumplir los treinta años. Una vez, en su temprana infancia, estuvo a unas yardas de un enorme oso hambriento. Poco después, cayó al suelo por el terrible golpe de un hacha que, inintencionadamente, le inflingieron en la cara. Otra vez, cayó de una gran altura, y apenas escapó de la muerte. Otra vez, casi se ahoga, al punto de tener que salvar su vida arrastrándose por el fondo de un río hasta la orilla. Otra vez, parecía imposible que no se despeñara por un precipicio, hacia el que le arrastraron, junto con su carro, unos poderosos caballos descontrolados. También estuvo en una tormenta en el mar, bajo el mando de un capitán ebrio, que poco después perdió su barco, con una suave brisa y a clara luz del día, en medio de los acantilados. Reiteradamente, ha sido amenazado con la violencia personal más feroz. A menudo, ha estado en poder de conductores ebrios sin cabeza para guiar aun los caballos más dóciles. Sin embargo, después de más de medio siglo de escapatorias tan ajustadas, aún vive para contar las misericordias de Dios. ¿No debería hacerlo con ardiente amor? Y, sin embargo, quizá la mitad de sus coetáneos podrían narrar cosas no menos extrañas.
Hasta que Dios haga suya nuestra causa, hemos de desesperar. Pero, con su ayuda, podemos alzar la voz en el campo de batalla antes de que abran fuego las armas o las espadas se desenvainen (v. 14).
Clarke: «No hay nada que haga un hombre malvado que no sea contra su propio interés. Se está haciendo daño continuamente, y se esfuerza más por destruir su alma que el hombre justo por salvar la suya para vida eterna» (vv. 15-16).
¡Cuán terrible debe de ser el destino de los malvados (v. 17)! Cualquiera que sea la regla del lenguaje con que interpretemos las palabras de la Escritura respecto a su destino, hemos de temblar cuando pensamos en el paso del tiempo a la eternidad. Morison dice que el versículo diecisiete de este salmo contiene, sin duda, «una amenaza de castigo en una condición de la existencia no vista, y adopta la posición de que una condición futura de premios y castigos no era desconocida a la antigua iglesia judía. Por muchas dificultades que puedan surgir acerca del significado crítico de la palabra «infierno», quizá se admitirán dos cosas: primero, que aquí se introduce como amenaza; y, segundo, que pretende describir un destino peculiar para los malvados. Si es una amenaza, no puede ser el reposo pacífico del sepulcro; y, si pretende representar la ignominia de los malvados, debe de implicar, por supuesto, existencia consciente. Y, si es así, el infierno del que se habla no puede ser, ni más ni menos, que la prisión de oscuridad en la que están reservados los espíritus de los que se pierden hasta el juicio del gran día».
Sepa el pueblo afligido de Dios que el día de su liberación está a las puertas (v. 18). Su tiempo se acerca, y será un tiempo bendito (cf. Mal. 3:16-18).
Por muy lejos que puedan ir los malvados, no establecerán nada. Dios aparecerá y sus planes se disiparán como la neblina de la mañana (v. 19).
Cada decisión que Dios haya hecho o haya de hacer, ha sido y será contra los malvados (v. 19).
¡Qué bendición sería que los hombres se conocieran lo bastante para abatir su extravagante necedad y, más aún, para ganar un poco de auténtica modestia! Agustín dice que «toda la humildad del hombre consiste en un conocimiento de sí mismo». Pero, ¡ay!, «de tal manera asedia el pecado a las gentes ignorantes y desgraciadas, que olvidan que son mortales y que Dios es su juez».
Todo este salmo muestra que no es probable que la iglesia sea llamada a soportar más de lo que ya ha conquistado.
¿No guardará cada lector en su corazón estas grandes y tremendas verdades? Ciertamente, todos nosotros tenemos interés en asegurar la salvación. Pero ¿cuándo será? Chalmers dice: «La fe es el punto de partida de la obediencia; pero lo que quiero es que empieces inmediatamente, que no esperes más luz para espiritualizar tu obediencia, sino que trabajes para obtener más luz, rindiendo obediencia en este momento conforme a la luz que profesas en este momento, que ejercites todo el don que ahora está en ti. Y esta es la manera de aumentar el don: que todo lo que tu mano encuentre en el camino del servicio a Dios, lo haga con todo su poder. Y el fruto de hacerlo a causa de su autoridad, será que finalmente lo harás a causa de tu propio gusto renovado. Conforme perseveres en las labores de su servicio, crecerás en semejanza a su carácter. Las gracias de la santidad brillarán y se multiplicarán sobre ti. Estos serán tus tesoros, y tesoros para el cielo también, cuyos deleites consisten principalmente en los afectos, sentimientos y ocupaciones agradables de la nueva criatura». Ciertamente, si a los hombres les queda alguna capacidad de raciocinio o juicio, la emplearán para emprender su huida de la ira venidera.
No debemos renunciar a las verdades de la religión natural (v. 1). Debemos mantenerlas e insistir en ellas. Son tan claras como necesarias. Se declaran «en toda la tierra».
Los nombres y títulos de Dios han de emplearse, repetirse, celebrarse y ensalzarse con reverencia y adoración (v. 1).
Ver a Dios, en nuestra relación federal con Él, como Dios nuestro, es un deber a que nos obliga el ejemplo constante de los piadosos (v. 1).
Las misericordias de Dios de toda clase han de apreciarse como es debido. Moller: «De las maravillosas dádivas que Dios ha otorgado al hombre, las principales son estas dos, a saber, la creación de todos los hombres en Adán y la restauración de los elegidos en Cristo».
Dickson: «Los piadosos no siempre están cargados de dificultades. A veces, tienen libertad para ir a deleitarse en contemplar la gloria de Dios y su bondad para con ellos».
Morison: «¡Qué idea tan reverente nos transmite el salmo del espíritu de profecía, cuando lo consideramos superando la imperfección de una dispensación oscura, penetrando los misterios ocultos de épocas y generaciones futuras, y dando a la iglesia, como si de narrativa histórica se tratase, un anuncio de hechos que solamente podrían ser conocidos al escrutinio omnisciente de la Mente infinita».
En todos nuestros planes de utilidad, demos a los niños su adecuado lugar. Nada ha despertado más el odio de los enemigos de Cristo que las alabanzas de los niños, puesto que conocían el poder de semejante ejemplo. Scott: «El niño recién nacido comporta tal manifestación del poder, destreza y bondad de Dios que, incontestablemente, refuta las objeciones del ateísmo. Aun a los niños pequeños se les ha enseñado a amarle y servirle de tal manera que sus alabanzas y confesiones han desconcertado y silenciado la ira y malicia de los perseguidores». Deberíamos trabajar, por tanto, para promover la piedad temprana. El que es lo bastante mayor para aborrecer a Dios y quebrantar sus mandamientos, es lo bastante mayor para amarle y andar en el camino de sus testimonios. Piscator: «Quienes niegan la providencia de Dios son contradichos por el sustento y preservación de los niños de pecho y de tierna edad, que normalmente se dedican a jugar. Considérense las palabras de Cristo en Mateo 18:10».
Una razón por la que Dios hace tanto uso de instrumentos sencillos, humildes y débiles, es para que, así, todos los hombres vean que la excelencia del poder es de Él, y no del hombre. Él desea tener toda la gloria.
La razón por la que los hombres deben nacer de nuevo es que son malvados, «enemigos» y «vengativos» (v. 2).
Los malvados tienen una causa muy mala, y tan débil como malvada. A veces, claman que un zorro que corre por los muros de Sión les derribará. El pequeño David hace frente a sus mayores gigantes. Ciertamente, los bebés y los niños de pecho les han confundido a menudo (v. 2).
Estudiemos, con reverencia, la palabra de Dios, pero no menospreciemos sus obras; considerémoslas (v. 3). Todo lo que Dios ha creado o hecho puede enseñarnos alguna lección. El pecado lo pervertirá todo, aun las verdades y ciencias más nobles, pero la sabiduría se hará más sabia con ellas.
La estabilidad de los cuerpos celestes y del universo es muy adecuada para engendrar confianza en Dios. Aquellos estudios tienen esta gran utilidad (cf. Is. 40:26).
Y, si el uso del telescopio para contemplar el brillante universo que se halla sobre nosotros, nos llevase en algún momento a dudar del cuidado que Dios tiene de nosotros, tomemos el microscopio y veamos el maravilloso cuidado que tiene de las innumerables criaturas que se hallan bajo nosotros, y ciertamente nuestra razón ha de quedar satisfecha y, con la bendición de Dios, nuestra fe fortalecida.
Humíllennos todas las obras y misericordias de Dios (v. 4). Este es su efecto apropiado sobre todas las criaturas racionales. Scott: «¿Qué somos sino miserables, culpables, contaminadas, ingratas, rebeldes y apóstatas criaturas?». Nuestro lugar está en el polvo. Y no temamos adoptar un lugar bajo; nuestro origen, nuestra maldad, nuestra debilidad, todos nos colocan en él. Si alguna vez nos levantamos, ha de ser postrándonos; si alguna vez somos exaltados, ha de ser con abatimiento.
¡Cuán bendita es la verdad de que nuestro Salvador ya no puede ser humillado «a causa del padecimiento de la muerte» (vv. 5-6; cf. He. 2:6-9)! Su obra se ha hecho, su conflicto ha acabado, sus tentaciones han terminado. Así será, también, a su debido tiempo, con todos sus escogidos.
El gran poder que Dios ha dado al hombre sobre la creación animal debería ejercitarse con misericordia. La crueldad para con las criaturas mudas endurece terriblemente el corazón, y provoca a Dios. «El justo cuida de la vida de su bestia; mas el corazón de los impíos es cruel» (Pr. 12:10; cf. Dt. 22:6).
La iglesia permanecerá. Cristo la tiene por pacto antiguo (v. 6).
¡Cuán grande es nuestro Emmanuel! Es el segundo Adán, y el Señor del cielo; gobierna el universo (vv. 5-9).
¡Qué revelaciones produce la redención! La condición feliz que el hombre perdió por el pecado, la recupera y restaura por la fe en la encarnación y mediación de Jesucristo.
Feliz el hilo de pensamientos que comienza y acaba en piadosa y ferviente adoración (vv. 1-8).
Cada vez que contemplemos los cielos, meditemos en Dios y alabémosle por lo que Él es y hace; y, especialmente, llévenos nuestra visión del poder creativo y cuidado providencial al tema más elevado de la salvación por Cristo.
Es asombroso que hombres que no tienen ninguna intención de alabar a Dios aquí, esperen ser admitidos en el cielo para alabarle allí. La muerte no hará a ningún hombre amante de la música o de las actividades celestiales.
Cuando toda la obra de Cristo sea hecha, todos sus enemigos humillados y todos sus redimidos traídos a casa, entonces se confesará que el mayor movimiento jamás realizado tiene que ver con la recuperación del hombre, el mayor reino jamás implantado es el reino que no es de este mundo, y el mayor conquistador jamás conocido es el Capitán de nuestra salvación. Ahora, realmente, nada se acaba; de hecho, a menudo todo parece tohu vau bohu («sin forma y vacío»). Calvino: «Pablo razona de este modo: “Si todas las cosas han sido subyugadas a Cristo, nada debería oponerse a su pueblo”. Pero vemos que la muerte aún ejerce su tiranía contra ellos. Se sigue, por tanto, que queda la esperanza de una condición mejor que la presente». Pero, cuando se coloque la última piedra en la iglesia y su gloria sea revelada, nadie dirá que Sión no es gloriosa, ni que su Cabeza no es la principal entre diez mil.
Está bien convertir todo lo que nos sucede en la vida como ocasión para la devoción. ¿Qué podía ser menos adecuado para despertar emociones piadosas que las palabras y hechos de Cush? Sin embargo, los tales llevan a David a orar y a cantar de un modo en que obtiene consuelo para sí mismo y ánimo para la iglesia de todas las épocas venideras.
En la devoción, está bien usar los diversos nombres y títulos bíblicos de Dios (vv. 1, 3, 11, 17). Todos ellos son adecuados para fortalecer nuestra fe. No deberíamos, sin embargo, emplearlos como meros expletivos, ni con tanta frecuencia que muestre falta de reverencia.
Moller: «Aun ante las calumnias más graves, mediante las cuales los hombres buscan destruir nuestro buen nombre y nuestra misma vida, deberíamos mantener aquella moderación y ecuanimidad escogidas, ejemplificadas por David y por otros santos».
Es una gran bendición tener tanta fe que podamos decir sinceramente: «Dios mío» (v. 1). El que puede rogar así, prácticamente declara lo que dice Henry: «Tú eres mi Dios y, por tanto, mi escudo (cf. Gn. 15:1); mi Dios y, por tanto, soy uno de tus siervos, que puede esperar protección». Calvino: «Se da una genuina e indudable prueba de nuestra fe cuando, siendo visitados por la adversidad, no obstante, continuamos albergando y ejercitando nuestra esperanza en Dios […]. La puerta de la misericordia está cerrada a nuestras oraciones si la llave de la fe no nos la abre». Morison: «En épocas tenebrosas, la fe mira a Dios como refugio y defensa seguros, siempre cercano a sus siervos afligidos en la hora de su situación más extrema».
La persecución no es ninguna novedad (v. 1). Comenzó con Caín. Fue retomada por hombres malignos en épocas subsiguientes, incluyendo a Clush, Pilatos y otros millares de hombres. La iglesia de Roma obliga a todos sus obispos, bajo juramento, a perseguir a cuantos puedan. La persecución durará mientras se aíren los malvados y se les permita mostrar su malicia. Todos los perseguidores se hallan tan alejados, que aborrecen la santidad en Dios y en el hombre, especialmente en el hombre, puesto que la ven.
La salvación y liberación tanto de los enemigos menores como de los mayores, ha de ser buscada y esperada solo en Dios (v. 1).
La oposición de los hombres carnales a la verdad y la piedad es feroz, cruel y mortal (v. 2). Despertados, son como bestias salvajes. Dickson: «Si Dios mismo no se interpone en defensa de sus siervos injustamente calumniados, nada puede esperarse de los malvados enemigos airados, excepto una crueldad bestial».
Ningún poder humano podría haber salvado a la iglesia de su completa extinción, que se habría producido hace ya tiempo (vv. 1-2). Moller: «Los peligros de la iglesia son más y mayores de lo que pueda expresarse en una frase. Como Daniel, habita entre leones. Siempre y por todas partes, el león rugiente y los lobos feroces acechan a los piadosos. Pero invocar a Dios nos lleva a un refugio seguro». Morison: «Satanás es «acusador», «adversario», «mentiroso» y «padre de mentiras», la «serpiente antigua», el «príncipe de la potestad del aire», el «dios de este mundo», el «príncipe de las tinieblas», el «espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia»; y nadie puede resistirle eficazmente, excepto con la «armadura» de Dios, a diestra y a siniestra». Pero nuestro Salvador es todopoderoso, y ello deja el asunto resuelto.
Es de todo punto correcto que nos sometamos al gobierno de Dios, como Juez justo de toda la tierra (vv. 3-5).
La humildad no nos obliga a reconocer las falsas acusaciones vertidas contra nosotros. Lo que exige la humildad no es que nos juzguemos por debajo de la verdad, ni por encima de ella, sino conforme a la misma (vv. 3-5).
Moller: «Frente a los rumores malvados, deberíamos contentarnos con contraponer el solo juicio de Dios». Algunas controversias no se resolverán hasta el día final.
La inocencia consciente es un escudo maravilloso (vv. 3-5). El justo es valiente cual león. Para la justicia no hay sucedáneo. Esta es nuestra muralla de bronce, como la llama uno de los poetas. Esta es la fuente de deleite de todos los santos. «Nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia» (2 Co. 1:12). Dickson: «Aunque la inocencia no pueda librar al hombre de ser injustamente calumniado, al menos le proveerá de una buena conciencia y mucha valentía delante de Dios».
La doctrina de hacer bien por mal y de amar a los enemigos, es tan antigua como la verdadera piedad. Fue practicada por David. Dickson: «Cuanto más pague el hombre bien por mal, mayor confianza tendrá cuando vaya a Dios; porque la inocencia sirvió a David para librar a Saúl, que sin causa era su enemigo» (v. 4). Horne: «Feliz el que puede reflejar que ha sido un benefactor de sus perseguidores». Calvino: «Cuando alguien no solo no responde al daño causado, sino que se esfuerza por vencer el mal con el bien, manifiesta un auténtico modelo de virtud celestial, demostrando que es un hijo de Dios, pues semejante gentiliza solamente procede del espíritu de adopción». Lutero: «Señálese también que David manifiesta aquí un grado de justicia evangélica. Porque retribuir el mal con mal, la carne y el viejo Adán piensan que es correcto y apropiado. Pero estaba prohibido aun en la ley de Moisés, ya que tan solo el magistrado podía inflingir mal; en consecuencia, no podía proceder de la malicia y autoridad de uno mismo». Que la ley del Sinaí requería de buena voluntad y de bien por mal, lo sabemos por el sermón del monte (cf. Mt. 5:43-48), y por estas frases: «El amor no hace mal al prójimo […] el cumplimiento de la ley es el amor» (Ro. 13:10). Que David practicó este principio es algo que admite el propio Saúl: «Porque ¿quién hallará a su enemigo, y lo dejará ir sano y salvo? Jehová te pague con bien por lo que en este día has hecho conmigo» (1 S. 24:19).
Los hombres buenos no se equivocan al anteponer el honor a la vida (v. 5). La muerte era un mal a juicio de David, pero pisotear el honor lo era aún mayor. Bendito sea el nombre de Dios, pues que, aunque a veces nos llama a dar la vida, jamás nos demanda que sacrifiquemos el honor. Es doctrina del engañador que la mayor calamidad sea la pérdida de la vida natural (cf. Job 2:4). Fácilmente, podemos amar la vida demasiado. No es posible preocuparse demasiado por conservar la integridad, pero sí por conservar la vida.
La ira de los malvados ciertamente será detenida. Si los pensamientos de la misericordia de Dios no los paran, les sobrecogerá un sentido de su ira (v. 6). Si los malvados pueden encender fuegos terribles, Dios puede encender hogueras aún más ardientes y mayores. Si los malvados pueden enviar fuertes imprecaciones y maldiciones, Dios puede enviarlas aún más fuertes. Dickson: «Cuando nuestros enemigos son desesperadamente maliciosos y nada puede mitigar su furor, mitigue nuestra pasión la consideración de la justicia de Dios. Porque él se levantará, en su ira, contra ellos».
Es una bendición cuando sabemos que nuestras oraciones coinciden con el plan divino. Esto enfervorizó a David (v. 6). Esto alentó a Daniel (cf. Dn. 9:1-27). Esto es el alma de la oración. Porque «esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye» (1 J. 5:14). Oremos principalmente por las cosas por las que Dios nos manda que pidamos. En otras cosas, siempre confesemos que no sabemos lo que es mejor, y pidamos a Dios que escoja por nosotros.
Antes de que venga el juicio de Dios, puede hacerse largo, pero, cuando lo haga, tanto el santo como el pecador dirán que no tardó (v. 6).
El trato que Dios da a los malvados es útil. «Jehová se ha hecho conocer en el juicio que ejecutó» (Sal. 9:16). «Luego que hay juicios tuyos en la tierra, los moradores del mundo aprenden justicia» (Is. 26:9). Aunque el mundo es malo, sería indeciblemente peor si no fuese porque Dios lo mantiene a raya, tratando con severidad a algunos que le sirven de ejemplo; en realidad, poniendo freno a todos.
Podemos rogar a Dios por su iglesia (v. 7; cf. Is. 63:17). Esto no implica que haya mérito en ella; el mérito está solo en Cristo. Pero Dios ama a Sión y, por tanto, podemos pedirle que actúe en favor de la causa en la que ha puesto su corazón.
Podemos, por tanto, rogar a Dios que no renuncie a su gobierno, ni siquiera que lo parezca (v. 8). El mundo está más en paz cuando, de manera unívoca, se ejecutan buenas leyes, humanas y divinas.
Aunque en una disputa dada con el hombre podamos ser completamente inocentes, y podamos decirlo delante del cielo y de la tierra (vv. 3-5, 8), debemos cuidarnos de alegar que delante de Dios estamos sin pecado, o que no seamos abyectos pecadores.
Podemos descansar seguros de que la maldad será final y absolutamente derrotada. Dios lo ha dicho; su pueblo lo desea (v. 9). Charnock: «Dios puede reconciliarse con el pecador, pero no con el pecado».
La estabilidad del santo es tan grande como la inestabilidad del pecador (v. 9). Lo que contribuya a la una, contribuirá también a la otra.
Meditemos a menudo en la omnisciencia divina (v. 9). Si no nos es de consuelo el hecho de que Dios pruebe el corazón y las intenciones, debe de ser porque no lo entendemos o apreciamos como debiéramos. Los vilipendiados y difamados de la tierra han podido consolarse con esta verdad. «Los nubarrones de la calumnia que se han posado sobre los piadosos, les han impulsado, con mayor frecuencia, a someter sus corazones e intenciones al examen del ojo omnisciente».
Al igual que todas las gracias del cristiano están aliadas, todos los deberes de la religión son útiles los unos a los otros. La meditación ayuda a la oración (vv. 9-10).
Debemos confiar principalmente en las verdades comunes de la religión, para nuestro estímulo y sustento (vv. 9-11). Lo recóndito rara vez es de gran utilidad. Los hombres no son salvos por la metafísica, ni por verdades difíciles de entender para los dóciles, sino por verdades sencillas y claras.
Quienes no son rectos de corazón, sinceros en su amor y honestos con Dios y el hombre, no tienen derecho a esperar que se les oiga y salve (v. 10). Scott: «No podemos estar delante de Él (que prueba el corazón y las intenciones), ni siquiera conforme a su nuevo pacto de misericordia, “sin simplicidad y santa sinceridad”, y escrupulosa integridad en nuestra habitual conducta».
No piense el malvado que la paciencia de Dios significa connivencia con el pecado (v. 11). Dios verdadera y terriblemente está airado con el malvado todo el tiempo. Henry: «Al igual que sus misericordias son nuevas cada mañana para con su pueblo, su ira es nueva cada mañana contra los malvados».
La doctrina de un cambio de corazón y vida se extiende por todas las Escrituras (v. 12). Arrepentimiento o perdición, conversión o destrucción, son las alternativas presentadas en la palabra de Dios. No es de extrañar que Cristo expresara sorpresa de que Nicodemo fuese ignorante de esta doctrina; se enseña en todo el Antiguo Testamento.
Cuando a Dios le plazca, puede destruir fácilmente a sus enemigos. Todas sus armas e instrumentos están preparados (vv. 12-13).
La ira de Dios contra los perseguidores arde con terrible intensidad. Scott: «Los perseguidores han de esperar su más severa venganza […]. Los siervos de Dios que son perseguidos celebrarán sus alabanzas y se regocijarán en su favor, mientras que sus perseguidores serán arrojados al pozo de la destrucción y soportarán la ira de su Juez justo, y todos sus astutos planes contribuirán a que se produzca este acontecimiento final». Henry: «De todos los pecadores, los perseguidores son puestos como la señal más clara de la ira divina; contra ellos más que nadie ha ordenado Dios sus flechas. Desafían a Dios, pero no pueden colocarse fuera del alcance de sus juicios». Morison: «Es sabio y seguro dejar a todos nuestros perseguidores y calumniadores en las manos de nuestro todopoderoso Libertador. Él puede “contener su ira y hacer que la que quede lo alabe”; o puede cambiar su cruel propósito y despertar en su pecho sentimientos de gentileza y benevolencia».
La misma miseria de los malvados debería convencerlos de su pecado y necedad. Se esfuerzan mucho, pero el resultado es vanidad. Planifican, y el resultado es fracaso. Nada satisface. Todo el tiempo, las piedras que los malvados lanzan al aire caen sobre sí mismos. Saúl fue muerto por los filisteos, a quienes deseaba emplear para matar a David. «Y los judíos, que indujeron a los romanos a crucificar a Cristo, fueron terriblemente destruidos por los romanos, y muchos de ellos crucificados». Henry: «El pecador hace grandes esfuerzos por destruirse, más esfuerzos por condenar su alma que, si la dirigiera bien, para salvarla». Si los malvados no estuviesen ciegos, verían todo esto. Aun aquí, sus malas pasiones, consejos y mentiras les perjudican más que otras cosas (vv. 15-16). Lutero: «Esta es la incomprensible naturaleza del juicio divino, que Dios prende a los malvados en sus planes y consejos, y los lleva a la destrucción que ellos mismos han maquinado». Si estas cosas son así en esta vida, en que nada se termina, ¿qué no podemos esperar de la futura?
En las horas más oscuras, está bien alabar a Dios (v. 17). Job lo hizo; Pablo y Silas lo hicieron en la cárcel de Filipos. Si somos siervos de Dios, siempre podemos alabarle por lo que Él es, por lo que ha hecho por los demás, por lo mucho que ha hecho por nosotros, por lo que esperamos que hará por nosotros. Deberíamos dar gracias a menudo por las victorias que han de venir. Deberíamos alabarle por nuestras aflicciones más intensas. Aristóteles nos habla de un ave que canta dulcemente, a pesar de vivir siempre entre espinos.
Tras ser liberados, es monstruoso no dar gracias de todo corazón. Los buenos modales requieren que alabemos a nuestro Libertador. Crisóstomo: «Alabemos al Señor perpetuamente; jamás dejemos de dar gracias en todas las cosas, con nuestras palabras y con nuestros hechos. Porque este es nuestro sacrificio, esta es nuestra oblación, esta es la mejor liturgia o servicio divino, semejante al modo de vida angelical. Si seguimos así, cantándole himnos, acabaremos esta vida sin ofensa, y disfrutaremos también de las buenas cosas que están por venir».
Muchos versículos de este salmo muestran que las verdades de la religión en que, a menudo, menos se medita, son las más útiles. Las perfecciones y gobierno de Dios son un gran estudio. Acudamos a menudo a ellas y a otras verdades fundamentales.
Dickson: «El fruto de la fe unido a una buena conciencia es el acceso a Dios, mediante la oración, en confianza, paz y tranquilidad de mente, mitigación de la dificultad, protección y liberación, como aquí demuestra la experiencia del profeta».
El viejo, seguro y único camino al reino de los cielos es la mucha tribulación.
Scott: «Miremos, en medio de todas nuestras pruebas, al Salvador. Solo Él fue perfecto en justicia; sin embargo, nadie ha sido injuriado, calumniado y aborrecido como Él. Vivió y murió haciendo bien a sus enemigos y orando por ellos». Nunca erramos al mirar a Jesús como ejemplo, precepto, fuerza, sabiduría y justicia.
Con los creyentes, cuando las cosas empeoran al máximo, entonces empiezan a mejorar. Para ellos, las tinieblas son precursoras de la luz; el dolor, de la alegría; la humildad, de la exaltación; la muerte, de la vida. Todo el salmo así lo enseña.
Cuídense los hombres de endurecerse en el pecado, alegando las caídas de David. Si se le parecen tan solo en el pecado, perecerán miserablemente. A menos que, como él, se arrepientan, serán destruidos para siempre. Y este arrepentimiento ha de ser rápido, pues, como dice Agustín: «Aunque tras esta vida, el arrepentimiento fuere perpetuo, será en vano».
Es mejor llorar ahora que Dios oye, que en el más allá, cuando la misericordia desaparecerá para siempre. A nosotros los pecadores, ha de llegar la aflicción. Pero los sabios prefieren lamentar cuando al lamento por el pecado le siguen la paz y el gozo.
Buena parte de la sabiduría espiritual consiste en saber cómo comportarse en medio de pruebas duras y complicadas. Algunos se desmoronan en medio de ellas y pierden todo el ánimo y el valor. Este es un extremo muy peligroso. Otros endurecen el corazón y actúan como si Dios no les estuviese castigando. Hengstenberg: «Esa supuesta grandeza de alma que considera el sufrimiento como un juego que debería afrontarse con hombría, no se encuentra en las páginas de la Escritura, sino que por todas partes aparecen corazones medrosos, débiles y apocados, que encuentran su fuerza y consuelo solo en Dios. Esta circunstancia procede de más de una causa. 1. El sufrimiento tiene un aspecto muy diferente para los miembros de la iglesia de Dios que para el mundo. Mientras que este lo considera tan solo como el efecto de un accidente, que se debería afrontar con hombría, el hombre piadoso reconoce en cada prueba la visitación de un Dios airado, el castigo de sus pecados. Este es para él el verdadero aguijón del sufrimiento, del que deriva su poder para penetrar la médula y el hueso. “Sentir el pecado correctamente –dice Lutero—es la tortura de todas las torturas” […]. Tomarse las tribulaciones a la ligera es lo mismo, a juicio de la Escritura, que tomarse a Dios a la ligera. 2. Cuanto más tierno sea el corazón, más profundo será el dolor. La piedad viva ablanda y enternece el corazón, refina todas sus sensibilidades y, en consecuencia, quita el poder de resistencia –que posee el mundo—de la dureza de su corazón. Muchas fuentes de dolor, que están cerradas en el impío, se abren en el cristiano. El odio hiere mucho más profundamente al amor que a sí mismo; la justicia ve la maldad con una luz muy diferente a la de la propia maldad; el corazón blando tiene bienes que perder, los cuales nunca poseyó el duro. 3. El hombre pío tiene un amigo en el cielo, y por ese motivo no hay razón para que sea violentamente vencido por su aflicción. Permite que las aguas de esta pasen tranquilamente sobre sí, deja que la naturaleza siga su curso libre y espontáneo, sabiendo bien que, junto al principio natural, hay otro que también existe en él, que siempre despliega más su energía cuanto más uso hace aquel de sus derechos; que, conforme a la profundidad del dolor, es la altura del gozo que se deriva de Dios; que cada cual es consolado según la medida del sufrimiento que ha soportado; que la comida no proviene sino del devorador, y la miel del terrible. Por el contrario, quien viva en el mundo sin Dios, percibe que para él todo está perdido cuando él mismo se pierda. Se ciñe, cruje los dientes ante el dolor, hace violencia a la naturaleza, procura de ese modo apartarse, y ganar de la naturaleza por un lado lo que esta le sustrae por el otro, y así logra obtener dominio de su dolor, en tanto que a Dios le plazca. 4. El hombre piadoso no tiene motivos para impedir que él mismo u otros miren en su corazón. Su fuerza está en Dios y, por tanto, puede poner al descubierto su debilidad. El impío, en cambio, considera una afrenta examinarse a sí mismo en su debilidad, y ser examinado por otros. Aun cuando se duele por dentro, finge estar libre de sufrimiento en la medida de lo posible».
¡Cuán diferente es todo esto de los miserables cambios a los que son conducidos los hombres impíos! En su culmen, su condición viene marcada por una terrible lobreguez y remordimiento, un alterno envalentonamiento y desvanecimiento, jactancia y cobardía. Poco antes de su muerte, Byron dijo: «¿Demandaré misericordia?». Deteniéndose durante un tiempo considerable, hizo esta desesperada respuesta a su propia pregunta: «Vamos, vamos, sin debilidad; seamos un hombre hasta el final». Aquel miserable alumno de Voltaire, el pedante rey Federico II de Prusia, vivía para satisfacer su ambición, y, tras lograr éxitos notables, se vio obligado a decir: «Es una pena que todos los que sufren hayan de contradecir claramente a Zenón, puesto que no hay nadie que no confiese que el dolor es un gran mal. Resulta noble sobreponerse a los desagradables accidentes a los que estamos expuestos, y un estoicismo moderado es el único medio de obtener consuelo para los desafortunados. Pero cuando la piedra, la gota o el toro de Falaris[1] aparecen en escena, los terribles alaridos que se escapan de los sufridores no dejan lugar a dudas de que el dolor es un mal real […]. Cuando nos oprime un infortunio que meramente afecta a nuestra persona, el amor propio recurre al honor para resistir vigorosamente este infortunio; pero en el momento en que sufrimos un daño que es por siempre irreparable, no nos queda nada en la caja de Pandora que pueda traernos consuelo, además de, quizá –en el caso de un hombre de mi avanzada edad–, la fuerte convicción de que pronto he de estar con quienes me han precedido (es decir, en la tierra de la nada). El corazón es consciente de una herida –confiesa abiertamente el estoico–. No debería sentir dolor, pero lo siento, contra mi voluntad; me consume, me lacera; un sentimiento interno vence mis fuerzas y me arranca quejas e inútiles gemidos».
Este salmo nos muestra qué sufrimientos de conciencia tan extremos y terribles pueden sobrevenir a un hombre bueno tras apartarse, tristemente, de Dios. Algunos piensan que las convicciones y aflicciones de los verdaderos hijos de Dios, cuando son despertados a un sentido de su caída y culpa, por mucho sobrepasan la angustia de las mismas personas en el momento de su primera conversión. Sin duda, a menudo esto es así. Huya el pueblo de Dios del pecado como del infierno. Traerá los dolores del infierno a sus conciencias. La angustia y los conflictos espirituales son las peores pruebas de la tierra.
Pero cualesquiera sean nuestras aflicciones, acudamos a Dios (v. 1). El hijo que se echa sobre el seno de la fidelidad paterna, reduce el golpe y quiebra la fuerza de la vara que se levanta para castigar. Morison: «Ya consideremos las enfermedades del alma o las del cuerpo, estamos igualmente obligados a volvernos a Jehová como el gran Médico». Cuanto antes aprendamos esta lección, mejor para nosotros. El mismo nombre «Jehová», bien entendido, debe alentar a todos a revelarle al oído su relato de dolor.
En todas nuestras aflicciones, nuestro deber es preguntar con prontitud: «¿Por qué contiendes conmigo?». Y es siempre seguro dar por sentado que, en buena medida, la causa puede hallarse en nuestras corrupciones e iniquidades (v. 1). Calvino: «Se ejercitan muy inadecuadamente en sus aflicciones las personas que no se acercan, de inmediato, a considerar detenidamente sus pecados, de modo que se convenzan de que han merecido la ira de Dios. Y, sin embargo, vemos cuán irreflexivos e insensibles son casi todos los hombres sobre este tema; porque, aunque claman que se encuentran afligidos y miserables, apenas uno entre cien mira la mano que golpea. De dondequiera que provengan nuestras aflicciones, por tanto, aprendamos a volver nuestros pensamientos a Dios de inmediato, y a reconocerle como el Juez que nos convoca a su tribunal como culpables, puesto que nosotros, por iniciativa propia, no nos presentaremos ante Él para que nos juzgue».
Resulta asombrosa la bondad de Dios al no castigar a su pueblo como merece (v. 1). Esta es su única esperanza; y es una esperanza suficiente. «Tú, siervo mío Jacob, no temas, dice Jehová, porque yo estoy contigo; porque destruiré a todas las naciones entre las cuales te he dispersado; pero a ti no te destruiré del todo, sino que te castigaré con justicia; de ninguna manera te dejaré sin castigo» (Jer. 46:28). Jehová discrimina entre santos y pecadores. No los castiga igual (cf. Gn. 18:25).
Si las bendiciones se retardan, sigamos orando. Nunca es sabio ni seguro dejar de invocar a Dios, por muy triste que sea nuestra condición. Dickson: «La tardanza del consuelo, el sentido del pecado o el temor del absoluto desagrado de Dios, no pueden ser una razón para que el creyente deje de orar y buscar la gracia de Dios; pues el profeta está cansado, pero no se rinde».
La oración y la alabanza deberían ir juntas (vv. 1-5). Las anotaciones de la Asamblea: «Habiendo revelado Dios que el servicio más aceptable que pueden ofrecerle los hombres es invocarle en la adversidad y, tras la liberación, glorificarle, aquellos santos varones de antaño, estando en peligro de muerte, no podían tener una consideración mejor que esta de la gloria de Dios, en base a la cual suplicar en sus oraciones vida y prosperidad». Los diez leprosos se alegraban de haber sido sanados, pero solo uno volvió para dar gloria a Dios. Muchos hombres oran para recuperarse de la enfermedad y, cuando esta llega, no dan las gracias.
La única esperanza de los hombres pecadores de obtener cualquier cosa buena, se encuentra en la mera misericordia de Dios (vv. 2, 4). Moller: «Para los píos, la gracia de Dios es la única luz de vida. En cuanto Dios da alguna señal de su ira, no solo palidecen, sino que están prontos a sumirse en las tinieblas de la muerte; pero, en cuanto lo perciben reconciliado y propicio, es restaurada su vida». Calvino: «Los hombres jamás hallarán remedio para sus miserias hasta que, olvidando sus méritos, confiando en los cuales solo se engañan a sí mismos, hayan aprendido a encomendarse a la libre misericordia de Dios». Si los hombres siempre abandonaran su propia justicia y mirasen solo a Cristo, todo estaría a salvo. Los méritos humanos no pueden ayudar a nadie a entrar en el cielo. Y los deméritos humanos no pueden impedir el cielo a nadie que acuda a Cristo y lo tome como su justicia.
¡Cuán razonable es que oremos y trabajemos por esa alegría de corazón sin la cual la vida es una carga y la devoción una fuente de amargura! Calvino: «Tan solo la bondad de Dios, que experimentamos vivamente, abre nuestra boca para celebrar su alabanza; y, por tanto, cuando se quitan el gozo y la alegría, también han de cesar las alabanzas».
El que nos conoce mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos, a menudo ve apropiado enviarnos un dolor corporal severo, para que nos acerquemos a Él (v. 2). Es un gran secreto saber estar enfermo y beneficiarse de la enfermedad. Dickson: «El SEÑOR puede hacer que las partes más fuertes e insensibles del cuerpo de un hombre sean sensibles a su ira, cuando le plazca tocarle; porque aquí los huesos de David se estremecen». Las almas de muchos hombres han sido salvas por la destrucción de sus cuerpos con enfermedades degenerativas. Muis: «Siempre que seamos visitados con enfermedad o algún otro sufrimiento, deberíamos, conforme al ejemplo de David, hacer memoria de nuestros pecados y acogernos a la compasión de Dios; no como los impíos, que derivan su mal, así como su bien, de todo menos de Dios y, por tanto, jamás son guiados o por el uno al arrepentimiento, o por el otro a la gratitud. La enfermedad o la calamidad no deben considerarse conforme a la mente de la carne, sino del Espíritu; y hemos de reflexionar que, si Dios nos aflige, nos trata como a hijos, para castigarnos y mejorarnos».
En todas nuestras aflicciones, corporales y mentales, deberíamos evitar un espíritu de crispación e impaciencia. Es terrible que se nos permita culpar a Dios, acusarle neciamente. Esta conducta provoca al todopoderoso, endurece el corazón y, más tarde o más temprano, da gran poder a la conciencia para atormentarnos. Podemos clamar: «Jehová, ¿hasta cuándo?» (v. 3). Calvino: «Dios, en su compasión hacia nosotros, nos permite orar a Él para que nos socorra; pero, cuando nos hemos quejado libremente de su larga tardanza, para que nuestras oraciones o congoja, por esta razón, no se pasen de la raya, debemos encomendar nuestro caso enteramente a su voluntad, y no desear que se dé más prisa de lo que bien le parezca».
¡Qué motivos tan poderosos para la actividad y fidelidad en la obra de nuestro Maestro proporcionan la brevedad de nuestras vidas y el silencio de la tumba! (v. 5). Véase Eclesiastés 9:10 y Juan 9:4. Se dice que, cuando los hombres envejecen, se hacen codiciosos. Puede que sea así. Pero, si los hallásemos codiciosos del tiempo, en lugar del dinero, sería una prueba de avanzada sabiduría. Ni siquiera a Pablo, Whitefield, Brainerd o Nevins ya se les permite decir una sola palabra para Dios en este mundo. ¡Oh, vosotros los ministros, predicad! ¡Oh, vosotros los cristianos, continuad orando!
El fin de la vida es glorificar a Dios (v. 5). Si fallamos en esto, fallamos en todo. Honrémosle con todas nuestras facultades de cuerpo y mente.
Después de leer relatos de sufrimientos como los que se describen en este salmo, no deberíamos hacer mucho ruido por pequeñas aflicciones que puedan sobrevenirnos. Si hombres mejores sufrieron más que nosotros, y sin una sola murmuración, deberíamos cuidarnos de desagradar a Dios con nuestras quejas en medio de las pruebas. Había verdadera virtud en aquel dicho de la iglesia: «La ira de Jehová soportaré […]» (Miq. 7:9).
Terrible debe de ser el pecado en su misma naturaleza cuando, aun en esta vida y en un hombre perdonado, produce los efectos que se describen en este salmo. Moller: «La aflicción procedente de un sentido de la ira divina supera a todas las demás».
Aun a hombres buenos pueden sobrevenirles sufrimientos muy terribles por causa de pecados particulares. Así le ocurrió a David. Así le ocurrió a Jacob. Así les ocurrió a algunos de los primeros cristianos (cf. 1 Co. 11:30). Dios ama a su pueblo demasiado para dejar que vaguen en el pecado, y caigan en el infierno por falta de un poco de necesaria y sana severidad (cf. 1 Co. 11:32).
Nada capacita a un hombre bueno para desafiar la malicia y poder de sus enemigos, como la seguridad de que sus oraciones son oídas y respondidas (v. 8). La gracia y el poder de Dios son infinitos. La fe en Él echa fuera toda tristeza. Dickson: «El Señor puede cambiar rápidamente el ánimo de un humilde suplicante, y transformar un alma que tiemble por temor a la ira, en otra que triunfe sobre toda suerte de adversarios y sobre toda tentación a pecar procedente de ellos». La presencia de la gracia divina echa fuera a todo enemigo, o les despoja de su temido poder. La Biblia Berleberg, sobre las palabras «apartaos de mí…», dice: «Apartaos de mí, vosotras falsas y atormentadoras acusaciones, vosotros ira y furor de espíritus y poderes amenazadores, que me aterráis de muerte, y habéis encerrado mi bienaventurada vida como en el abismo del infierno. Vosotros sois los verdaderos malhechores, a quienes mis enemigos meramente representan».
Si Dios oye nuestras oraciones una vez, ello debería llevarnos a esperar que nos oirá de nuevo (v. 9).
¡Cuánto deberíamos apreciar el privilegio de la comunión con Dios! Es nuestra vida y nuestro gozo. Morison: «Quienes han conocido el disfrute inefable de la comunión con un Dios reconciliado, no pueden soportar por mucho tiempo la sensación de alejamiento de la misericordia divina. Han respirado un elemento fuera del cual no pueden existir por mucho tiempo; han estado con su Redentor en el monte de la transfiguración, y están preparados para exclamar: «Señor, bueno es […] que estemos aquí» (Mt. 17:4). No debe olvidarse que la vuelta divina a un alma caída es su verdadera liberación. Al igual que el sol naciente disipa las tinieblas de la noche, cuando Dios se vuelve a su pueblo con benigna misericordia, disipa los oscuros presagios de la incredulidad y libera sus almas de la servidumbre del pecado».
Si el pecado tiene tanto poder para traer angustia en este mundo, ¿qué no hará en el otro, cuando sea consumado? (cf. Stg. 1:15; Lc. 23:31; Jer. 12:5).
Es correcto y provechoso decir a menudo que nuestras liberaciones proceden de Dios y, nuestras oraciones cuando son respondidas, celebrar las misericordias de Dios. David dice dos o tres veces cómo le había oído Dios (vv. 8-9).
¿Hay algo que más falta haga en nuestros días que un ferviente espíritu de oración? Morison: «¿Dónde están aquellos poderosos corazones enfervorizados de los días de antaño, cuando nuestros antepasados fueron privados de libertad y buscaron refugio “por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra” (He. 11:38)? Puede decirse, realmente, que esta es la era de la acción; pero ¿cuán vana e inaceptable será la acción que no es promovida e inducida por el “espíritu de gracia y de oración” (Zac. 12:10)?».
Al igual que lo que se promete a un creyente se promete también a todos, lo que se denuncia contra un enemigo de Dios, se denuncia asimismo contra todos los de condición semejante. El resultado del conflicto entre David y sus adversarios es una muestra de lo que acontecerá en todos los casos semejantes. Regocíjense los justos; tiemblen los pecadores.
Nunca caigamos en el error de los malvados, que siempre se han deleitado en mofarse del pueblo sufriente de Dios, y especialmente en tener e poco su piadoso dolor por el pecado. Dickson: «El insulto que los enemigos vierten contra los piadosos cuando la mano del Señor se ha agravado sobre ellos, puesto que recae sobre la religión y sobre la gloria de Dios, es un ingrediente principal en la aflicción de los piadosos» (v. 7). Hay una gran diferencia entre «alentar el ejercicio de un arrepentimiento saludable», y provocar sentimientos de «extrema desesperación».
¡Cuán propenso es Dios a pagar con la misma moneda! Los enemigos de David le persiguieron hasta turbarlo. Al final, ellos mismos fueron turbados (cf. vv. 3, 10). Compárese con Jueces 1:5-8, 2 Samuel 22:27, Salmos 18:26, Salmos 109:17-18, Mateo 5:7 y Santiago 2:13.
Bien está lo que bien acaba. Horne: «Muchos de los salmos de lamento acaban de este modo [triunfante] para instruir al creyente, que continuamente ha de esperar y consolarse con contemplar aquel día en que su guerra será consumada, en que el pecado y la aflicción no serán ya más, en que los enemigos de la justicia serán cubiertos con confusión repentina y eterna, en que el cilicio del penitente será cambiado por un manto de gloria, y cada lágrima se convertirá en una brillante gema de su corona, en que los suspiros y gemidos serán sucedidos por cánticos celestiales acompañados por arpas angélicas, y la fe derivará en la visión del todopoderoso».
En la oración, está bien recurrir a la ayuda del lenguaje para expresar nuestros pensamientos y peticiones (v. 1). «Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová» (Os. 14:2). Está bien concebir con precisión lo que necesitamos.
Si Dios nos da un corazón que ora, también nos dará una bendición en respuesta a nuestras oraciones (v. 1). Todos sus nombres, todos sus oficios y todas sus promesas lo aseguran grandemente. Él oye nuestros suspiros, conoce su significado, puede y considerará nuestro caso.
La meditación y la oración son deberes relacionados (v. 1). Uno lleva al otro. Habitan juntos. Bates: «Meditar antes de orar es como afinar un instrumento y prepararlo para la armonía. Meditar antes de orar hace madurar nuestras concepciones y ejercita nuestros deseos». En Génesis 24:63, nuestros traductores ponen la palabra «meditar» en el texto, pero en el margen ponen la palabra «orar». Ningún hombre puede meditar con devoción sin orar, ni orar con devoción sin meditar.
Si en la oración faltan las palabras, y no somos conscientes más que de la respiración, los suspiros y la meditación, hemos de saber que otros han estado en dificultades parecidas (v. 1). Por tanto, no nos desalentemos. Aquel que no apagará el pábilo que humea, puede oír una respiración al igual que un clamor, un gemido al igual que unas palabras y una meditación al igual que un discurso.
La idolatría debe de ser muy aborrecible a Dios. De la misma manera que el soberano de un imperio ha de enfrentarse a quienes le niegan sus impuestos, Jehová ha de abominar de todas aquellas prácticas que le privan del tributo de la oración y la alabanza, la súplica y la acción de gracias, que le es debido (v. 2). Todo pecado es una injusticia contra Dios. Lo que impide o corrompe su adoración es una afrenta directa, un robo descarado.
La verdadera oración nunca es descuidada o apática. Es ferviente. Es importuna. Piensa. También clama (v. 2). La tardanza de la respuesta durante un tiempo no hace sino inflamar sus deseos.
Ninguna maldad debería apartarnos del trono de la gracia de Dios. Si nuestros propios pecados se levantan contra nosotros, impúlsennos a suplicar misericordia. Aquí vemos a David orando inducido por la maldad de los que buscaban su destrucción. Si los malvados maldicen, oremos; si mienten, oremos; si adulan, oremos; si derraman la sangre de los santos, oremos (vv. 1-3).
Si queremos tener al SEÑOR como nuestro Dios, tomémosle también como nuestro Rey (v. 2). Si rechazamos sus leyes, es seguro que rechazamos su gracia. Si rechazamos su yugo, ciertamente no aceptamos su misericordia. Si su cetro es una ofensa para nosotros, también lo es su plan de salvar a pecadores por su sangre. Si Cristo nos es hecho por Dios justicia, también nos es hecho por Dios santificación.
Está bien cuando podemos rogar al Señor, como nuestro Rey y nuestro Dios, que nos bendiga (v. 2). Él nos manda que lo hagamos. No nos retiene más que nuestra incredulidad. Si Él nos llama «hijos suyos», ciertamente podemos clamar: «Padre nuestro». Si Él dice: «Vosotros sois mi pueblo», podemos decir: «Dios nuestro». Tomás hizo progreso cuando clamó: «Señor mío y Dios mío».
La verdadera sumisión y obediencia a Dios no nos hace apáticos, sino vivos en su servicio (v. 3). Despierta el espíritu de la devoción (v. 2). La verdadera religión no es el quietismo, ni el estoicismo, ni el ateísmo. Lleva al alma a la comunión con Dios. Despierta todas sus actividades. Da maravillosa energía. Estimula el pensamiento a medianoche. Engendra hábitos de devoción. No se mueve por ataques y espasmos.
Todos los días bien empleados deben comenzar con Dios (v. 3). Es justo que Él tenga nuestros primeros y mejores pensamientos. Gill: «La mañana es un tiempo apropiado para la oración, tanto para dar gracias por el sueño y descanso reparadores, por preservarnos de los peligros del fuego, de los ladrones y asesinos, y por las misericordias renovadas de la mañana, como también para orar a Dios que nos guarde del mal y peligros del día, que nos dé el alimento cotidiano y tengamos éxito en los asuntos y ocupaciones de la vida, y que mantenga todas las misericordias, temporales y espirituales». ¡Qué ejemplo tan maravilloso fue el que nos puso nuestro Señor!: «Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mr. 1:35). No ha de suponerse que este fuera un caso aislado (cf. Lc. 6:12; 21:37). ¿Hay algún cristiano próspero en la tierra que dé sus primeros pensamientos al mundo y solo los posteriores a Dios?
La oración genuina estará atenta a las respuestas (v. 3). La presentación de la petición es importante, puesto que asegura la bendición. La oración vive en una atalaya. El oratorio debería ser un observatorio. La Biblia de Berleberg: «Se debe velar, si se desea recibir algo de Dios, y esperar con anhelo la respuesta deseada, estando también constantemente atentos a la ayuda, y pendientes de cualquier cosa que hable el Señor». Henry lo parafrasea así: «Esperaré, estaré atento a mis oraciones y “escucharé lo que hablará Jehová Dios” (Sal. 85:8), para que, si me concede lo que le pedí, le esté agradecido; si me lo niega, sea paciente; si se tarda, continúe orando y esperando, y no desmaye». Gill dice que el verbo «esperaré» «expresa esperanza, expectación, fe y confianza en que se diera una respuesta».
Las opiniones erróneas del carácter de Dios echan a perder toda la religión (v. 4). Cuando la esperanza del hombre se construye sobre la idea de que Dios es como sus falibles criaturas –que no es santo, justo ni verdadero–, todos sus servicios solemnes son inútiles y sus expectativas, funestas. Dios es inflexiblemente justo. Si salva a un pecador que cree, lo hará condenando el pecado en la carne. La impunidad es desconocida en el gobierno de Dios.
Puesto que Dios es santo, todos los que aman la santidad triunfarán sobre todos los que aman la maldad (v. 4). No hay vínculo de simpatía tan fuerte y duradero como el que resulta de la similitud de carácter moral. Dios no puede dejar de amar su propia imagen. No puede dejar de aborrecer la imagen del malvado. La luz y las tinieblas pueden estar tan mezcladas que produzcan penumbra, pero Dios y la maldad nunca pueden habitar juntos. Charnock: «La santidad no puede aprobar el pecado más de lo que puede cometerlo».
Debe de haber algo inconcebiblemente monstruoso en toda impiedad o, de lo contrario, Dios no pondría en ella tan a menudo la marca de la insensatez (v. 5). Dickson: «Por muy sabios que parezcan los malvados entre los hombres, se verá que son locos e insensatos ante Dios, que vendieron el cielo por bagatelas de la tierra, que hicieron guerra al todopoderoso y corrieron hacia su propia destrucción en medio de sus sueños autocomplacientes, hacia la pérdida de su vida y hacienda, temporales y eternas». Las opiniones de Dios sobre el pecado pueden conocerse en lugares como Habacuc 1:13, Zacarías 8:17, Amós 5:21-23, Isaías 1:14 y Jeremías 44:4. Charnock: «El pecado es el único objeto principal del desagrado de Dios». No puede mostrarse que Dios no aborrezca sino el pecado.
Los perseguidores, los herejes, los falsos maestros, los engañadores y los aborrecedores de toda bondad no son una novedad. Los hombres buenos siempre han sido aborrecidos, perseguidos y hostigados por los malhechores. Demas desamparará a la iglesia. Diótrefes formará partidos. Absalón y sus amigos se apoderarán del templo. Pero el triunfo de los malvados es breve. Si abundan los hacedores de iniquidad, ninguna cosa nueva ha sucedido (v. 5).
Puesto que Dios es santo y el hombre pecador, la regeneración es necesaria. Dios y los pecadores que aman la iniquidad no pueden habitar juntos (vv. 4-6). Esperar la felicidad en el cielo sin una nueva naturaleza, es más necio que cualquier sueño de lunáticos. Los hombres pueden creer que el mundo es plano o redondo, que se mueve o está quieto, y aun así ser virtuosos y felices, y estar en el camino al cielo. Pero, sin un nuevo corazón, ningún hombre puede ser salvo. Con razón manifestó Cristo asombro de que Nicodemo, un maestro de Israel, que se suponía conocer las Escrituras del Antiguo Testamento, fuese ignorante de esta doctrina.
Ha de haber una retribución futura, puesto que Dios es santo, los hombres no son tratados aquí conforme a sus caracteres, Dios ha determinado destruir a los malvados, y que la destrucción no viene en esta vida (v. 6). Esta doctrina está implícita en cientos de textos en que no se declara.
Toda hipocresía es vana. Nada es más absurdo (v. 6). Nunca podremos abusar del todopoderoso. Morison: «Sepan todos los hacedores de engaño, todos los hipócritas impostores, ya sea en las relaciones de la vida o en la comunión de la iglesia, que son aborrecibles a los ojos divinos, que sus oraciones no serán oídas, que sus ofrendas no serán aceptas, que nada más que el arrepentimiento y profunda contrición de espíritu será asociado con la correspondiente sonrisa de la misericordia y compasión divinas. Continuando en su presente camino de engaño y falsedad, no pueden esperar encontrarse más que con la ira de un Dios enojado». No hay maldad más común en la tierra que las diversas formas de engaño.
Dios no es el autor del pecado. Lo abomina. Nada es más repugnante a su naturaleza (vv. 4-6). Permite el pecado, pero no lo aprueba. Controla el pecado, pero lo aborrece. Puede preservar a hombres muy malvados mientras cometen pecado, pero jamás obra maldad. Acusarle de ser el autor del pecado es blasfemia.
La honestidad es la mejor política. Habitualmente, resulta así en esta vida; invariablemente, en la próxima (v. 6). El perpetuo esfuerzo y lucha del hombre falso por recomponer las cosas y conservar las apariencias podrían advertirle de dificultades aún peores por venir. Morison: «Enseñe el espíritu de este versículo la importancia de la franqueza, la benevolencia y la sinceridad en todas las relaciones de la vida. ¡Cuántos hay que os saludarán como a amigos y os darán la diestra de buena fraternidad, mientras os apuñalan en tinieblas y susurran algo, aun al oído de vuestro íntimo amigo, para rebajaros a sus ojos! Y, sin embargo, estos viles personajes no se atreverán a manifestar otro espíritu en vuestra presencia salvo el de bondad y respeto. Recuerden tales hombres que, en las Sagradas Escrituras, la mentira y el homicidio son los invariables compañeros del engaño, la traición y la elusión». Cuando Dios abandona completamente a un hombre, pronto confunde todas las distinciones morales. Para el tal, lo negro es blanco, lo amargo es dulce y lo malo es bueno. Muchos de los vicios están relacionados. Habitan juntos.
Ni en la realidad ni en el pensamiento de los hombres buenos, hay sucedáneo para la adoración pública de Dios (v. 7). Quítense de los piadosos de la tierra todos los recuerdos, impresiones, propósitos, alientos, ánimos, esperanzas, alegrías y otras gracias que deben su origen o su vigor a la casa de Dios, y ¡qué cambio se presenciaría! Es una gran misericordia de Dios que nos dé ordenanzas públicas. Ellas reprenden, alientan, advierten, reclaman, animan y fortalecen a todo el pueblo de Dios.
La única esperanza de los pecadores es en la misericordia. Y no les satisfará solo un poco; necesitan una gran cantidad (v. 7). Calvino dice que este versículo nos enseña «la verdad general de que, solo a través de la bondad de Dios, tenemos acceso a Él; y que ningún hombre ora correctamente excepto aquel que, habiendo experimentado su gracia, cree y está plenamente convencido de que será misericordioso para con él. El temor de Dios se añade, al mismo tiempo, para distinguir la confianza genuina y piadosa de la vana confianza de la carne». Dios ha hecho grandes esfuerzos para que estemos seguros de su misericordia y gracia. La confianza en las mismas es de gran utilidad. Dickson: «La fe que los santos tienen en las misericordias de Dios, les alientan a seguir en su servicio y, en algunos casos, les da esperanza de ser soltados de las amarras que les impiden disfrutar de las ordenanzas públicas». Es una gran cosa poder fijar los ojos en las grandes compasiones de Dios.
Ningún hombre bueno se ofende porque Dios haya de ser temido en gran manera (v. 7). El verdadero temor de Dios no contiene tormento. Los justos de ningún modo quieren deshacerse de sus sentimientos reverentes.
Cuanto mayores sean nuestros peligros, más deberían abundar nuestras oraciones; cuantos más enemigos, más súplicas (v. 8). La malvada perversión de un suceso es lo que nos aparta del propiciatorio.
Es correcto que oremos permanecer en un camino llano, y que no caigamos en tinieblas respecto a la fe o a la práctica (v. 8). Puntos de doctrina inescrutables, providencias misteriosas y cuestiones irresolubles de casuística, a menudo son ocasiones de terribles tentaciones. Pedir luz en nuestra senda es, por tanto, lo mismo que pedir que no se nos meta en tentación. A Satanás le encanta pescar en aguas turbias. La confusión mental es enemiga del firme curso de la piedad. Roguemos a Dios que enderece las cosas torcidas. Dickson: «Cuanto más conscientes son los piadosos de su ceguera, debilidad y disposición para salirse del camino derecho, tanto más invocan y dependen de la dirección de Dios».
Las Escrituras hablan en un lenguaje uniforme e inconfundible respecto a la terrible depravación universal del hombre (v. 9). No empleó David un lenguaje más fuerte sobre este tema que el que encontramos en Génesis 6:5. Y, cuando Pablo quiere demostrar que todos los judíos y gentiles estaban perdidos, no encuentra un testimonio más apropiado que este salmo (cf. Ro. 3:13). Los cumplidos a los hombres no regenerados en cuanto a su bondad, están tan fuera de lugar como la alabanza de un cadáver por su belleza. Están todos muertos. Morison: «Ha habido una lamentable uniformidad en el carácter de los malvados en todas las épocas».
Dickson: «Entre otros motivos para hacer que los piadosos cuiden su conducta en tiempo de prueba, este es uno: tienen que tratar con un mundo falso y hombres hipócritas que harán falsa ostentación de la que no es su intención, y que harán promesas de lo que no pretenden cumplir, y que no darán más que consejos podridos y envenenados, barnizados con falsa adulación, y todo para engañar a los piadosos y hacerlos caer en su trampa» (v. 9).
La destrucción de los que son incorregiblemente malvados es inevitable (v. 10). Todo está en su contra. Dios –con toda su naturaleza, planes y providencia–, la inherente debilidad y miseria de su causa, la multitud de sus ofensas y el carácter atroz de su rebelión, se unen con todas las enseñanzas de la Escritura y toda la adoración del pueblo de Dios para hacer cierta, más allá de toda duda, la derrota de los impenitentes. El pueblo de Dios no puede agradecerle que no prospere ningún arma forjada contra Sión, ni orar: «Venga tu reino», ni adorar a Dios por alguno de sus atributos, ni clamar: «Dios, sé propicio a mí, pecador», ni repetir una profecía respecto al triunfo final de la verdad y la justicia, sin señalar los grandes principios, todos los cuales dicen: «Los impíos perecerán».
Pero los justos están a salvo (v. 11). Todo lo que asegura la destrucción de los malvados, hace cierta la victoria de los justos. Dios está con ellos, los defiende y los bendice.
Deberíamos orar por el pueblo de Dios (v. 11). Necesita nuestras oraciones. Tiene derecho a ellas por causa de la fraternidad. Henry: «Aprendamos de David a orar, no solamente por nosotros, sino también por otros: por toda la gente buena, por todos los que confían en Dios y aman su nombre, aunque no sean de nuestra misma opinión en todo o tengan intereses comunes. Participen de nuestras oraciones todos los que tienen derecho a las promesas de Dios. La gracia sea con todos los que aman al Señor Jesucristo con sinceridad. Esto es estar de acuerdo con Dios». ¡Qué modelo de ternura y fervor en la intercesión por otros tenemos en Abraham! (cf. 18:23-32). Y no puede excusarnos de orar por todos los santos de Dios ninguna circunstancia de aflicción o angustia personales, como aprendemos del ejemplo de David recogido aquí y en otros lugares.
Quien niegue que el verdadero pueblo de Dios tiene alegrías sólidas, fuertes y duraderas, muestra que es ignorante de todo el asunto de la religión espiritual (v. 11). Los himnos más exultantes que se han cantado en esta tierra, son los cánticos del pueblo de Dios al pasar por el desierto, el fuego y las muchas aguas.
¡Qué consuelo son las Escrituras para todos los hijos de Dios en aflicción! ¡Cómo han leído, llorado y se han regocijado en todo este salmo los santos durante casi tres mil años, y lo seguirán haciendo hasta que el tiempo no sea más! El consuelo de las Escrituras da esperanza (cf. Ro. 15:4). En la medida en que el hombre es enseñado y santificado por el Espíritu, estas porciones de la verdad alegrarán su corazón y le regocijarán.
Todo el salmo muestra que, en esta vida, jamás pasaremos sin los medios de gracia. Y es mejor que sea así. Basta que transitemos el camino regado con las lágrimas del dulce cantor de Israel, y que empleemos los medios que él empleó. Más aún, el Señor de David, en los días de su carne, derramó fuertes clamores y lágrimas a Dios. Sigamos a Cristo y conozcamos la comunión de sus sufrimientos.
Si nuestra causa es buena, no estemos intranquilos por el resultado. En los tribunales de justicia humanos, podemos tener una buena causa, un buen juez, un buen jurado, buen consejo y buenos testigos y, aun así, a menudo podemos fracasar. Pero el que tiene una buena causa en el tribunal celestial no será defraudado. Esto enseña todo el salmo.
Este salmo muestra que, en esencia, la verdadera religión es la misma en todas las épocas. Tiene aflicción, pero también tiene alegría; tiene conflictos, pero también tiene victorias; tiene tinieblas, pero también tiene confianza; tiene enemigos, pero también tiene un guía infalible; tiene peligros, pero está rodeada del favor de Dios como con un escudo.
Todo el salmo muestra que la salvación es de Dios. Los justos pronto caerían por la malicia y maquinaciones de sus enemigos, si tuviesen que tratar su propia causa. Pero Dios los sostiene de manera que no caigan, los cubre de manera que el enemigo no pueda llegar a ellos, y los guía de manera que no pierdan su camino.
Si este salmo se refiere a Cristo, de quien David era un tipo, entonces sus victorias no son menos fuente de alegría para su pueblo que las de su siervo David; antes bien, lo son más.
Las alabanzas de Dios en el santuario deberían conducirse con destreza para que sean edificantes. El tema de la música eclesiástica es digno de la atención del pueblo y ministros de Dios. El evangelio no prescribe ni prohíbe ningún modo particular de conducir esta parte de la adoración, siempre que sea decente y edificante. El que haya un «músico principal» o una banda de músicos en cada congregación, es algo que Dios no ha decidido, pero en todos los lugares deberíamos edificar a la iglesia con salmos e himnos y cánticos espirituales. El pueblo debería cantar.
¡Cuán simples son los remedios provistos para el pueblo de Dios en todas sus pruebas diversas! Dickson: «Aunque haya muchas y diferentes dificultades para los piadosos, no hay más que un Dios que dé consuelo, y una manera de obtenerlo de Dios, a saber, mediante la oración con fe: «Respóndeme cuando clamo» (v. 1).
El gran fundamento de la esperanza cristiana está en la justificación por la justicia de Dios, que es la justicia de Cristo (v. 1). Esta da acceso a Dios.
¡Cuán bendita es la doctrina de la misericordia divina! Es toda nuestra esperanza (v. 1).
¡Cuánta ventaja tiene sobre el joven converso, el siervo de Dios que ha sido probado! (vv. 1, 7). No hay profesor que enseñe como la experiencia. Si no fuésemos muy incrédulos, todos los cristianos de más edad hace tiempo que tendrían una confianza ilimitada en Dios. Se ha manifestado en nuestro favor tan a menudo, que nunca deberíamos volver a desconfiar de Él. Las grandes liberaciones deberían despertar una gran gratitud e inspirar gran calma en las nuevas pruebas.
No se sorprenda ningún hombre de tener amargos y habituales enemigos (v. 2). Aun los viejos amigos a menudo se vuelven contra los piadosos. Venema: «La estima y el favor de los hombres son muy engañosos y variables». No injuriemos a los que nos calumnian, sino advirtámosles y llamémosles al arrepentimiento. Calvino: «Aunque nada nos duele más que ser falsamente condenados, y soportar al mismo tiempo injusta violencia y calumnia, sin embargo, que hablen mal de nosotros por hacer el bien es una aflicción que diariamente acontece a los santos. Y les conviene tanto ejercitarse en ello como apartarse de todas las tentaciones del mundo, y depender completa y solamente de Dios». Cumplimos con nuestro deber cuando nos aseguramos de que las malas cosas que dicen de nosotros son falsas o, si son verdaderas, nos arrepentimos sinceramente de ellas.
Sean un ejemplo de contentamiento, moderación y obediencia a las leyes aquellos que viven bajo buenos gobiernos, y no se unan con los pendencieros para protestar contra los gobernantes y las leyes, que les aseguran todas las bendiciones que puedan razonablemente esperar. El que resiste a un gobierno legítimo, a Dios resiste. El que protesta contra él, protesta contra el que lo estableció (v. 2).
Es cosa menor ser juzgado por el juicio del hombre. Quienes aman la vanidad y las mentiras, más que condenarnos, nos alaban con sus reprobaciones (v. 2). Debemos encargarnos, viviendo en santidad, de demostrar que sus calumnias son falsas.
Los malvados no saben lo que hacen cuando molestan y persiguen a los siervos de Dios (vv. 2-3). No a las viudas de Israel, sino a su pueblo por toda la tierra, venga Dios. Dickson: «La causa de que el mundo menosprecie la piedad de las personas de los hijos afligidos de Dios, es la crasa ignorancia de los preciosos privilegios de los siervos sinceros del Señor».
Los malvados siempre están llamándose a engaño. Son falsos respecto a todos sus mejores intereses. Todo lo que hacen es en su propia contra. Cada error implica otros. Su gran dificultad es que son sensuales, no teniendo el Espíritu. Dickson: «Los meros hombres naturales no pueden hacerse sabios, ni por la palabra de Dios ni por la experiencia de sus propias personas u otras, para considerar que las cosas de esta tierra, como las riquezas, el honor y el placer temporales, no son más que vanidad y mentiras engañosas, que prometen algo y no pagan sino con aflicción de espíritu, a causa de la culpabilidad y miseria que conlleva su abuso».
El pueblo de Dios no puede actuar más sabiamente que cuando confía y espera en Él, aun en los tiempos más oscuros (vv. 3, 5). La confianza en Dios es tan segura para nosotros como honorable para Él. Venema: «La mayor excelencia y gloria del hombre es disfrutar del favor y gracia de Dios, y tener la esperanza de ser oídos cuando clamamos a Él». «En medio de peligros y males, nada es más seguro que hacer de Dios nuestro refugio».
¡Cuán felices son todos los siervos de Dios! (v. 3). Son apartados para Dios como vasos de honra: 1. Mediante una elección libre, eterna, santa e inmutable en Cristo Jesús; 2. Mediante una regeneración poderosa, interna y espiritual; 3. Mediante una justificación perfecta e irrevocable; 4. Mediante una providencia bondadosa, sabia y veladora, que ordena todo lo que les afecta, y les distingue por esto: que todas las cosas les ayudan a bien, haciendo más bienaventuradas sus aflicciones que las alegrías de los malvados, y dándoles la victoria aun en la muerte; 5. Los tales serán abierta y gloriosamente reconocidos y apartados en el último día. Son apartados para el servicio, honor y disfrute de Dios ahora y en la vida venidera. El servicio y disfrute son imperfectos ahora; pero, en el mundo venidero, los santos amarán y se regocijarán en la perfección. Con todas sus imperfecciones, son las joyas de Dios, y al final esto se les reconocerá (cf. Mal. 3:17). El mayor disfrute de la tierra se encuentra en la comunión con Dios. Dickson: «El consuelo del Espíritu de Dios y el sentido de la reconciliación del hombre con Dios en Cristo, es mayor de lo que pueda ser ninguna alegría terrenal, y es capaz de suplir la falta de riquezas, honores y placeres mundanos, y suavizar, o incluso erradicar, el sentido de pobreza, desgracia o cualquier otro mal» (v. 7).
La verdadera fe nunca se encuentra sin argumentos para fortalecerse. Razona con la justicia de Dios, con sus favores pasados, con su angustia presente, con la misericordia de Dios (v. 1), con sus propósitos, con su providencia (v. 3). De hecho, la fe siempre tiene alguna buena razón que alegar. Son los incrédulos los que no tienen nada que alegar.
Aprendamos a juzgar con justo juicio. ¡Cuán a menudo los malvados juzgan por las apariencias externas! Para muchos, el éxito y la prosperidad son la prueba de una causa justa. Las calamidades externas nunca demuestran que alguien esté sin el favor de Dios, aunque muchos hombres malvados piensen lo contrario.
Las ideas respecto a la ira presentadas en la exposición del versículo 4, muestran la gran importancia de no sostener ninguna regla de conducta moral que se aleje o se añada a las Escrituras. Cuando los hombres intentan ser más santos que la ley de Dios, caen en confusión.
La verdadera religión está dispuesta a hacer sacrificios (v. 5). Trae sus ofrendas con una mente voluntaria y una mano abierta. A los reticentes y reacios, se les puede decir: «Nunca llegaréis al cielo a ese precio». Henry: «Servid a Dios sin desconfiar de Él ni temer sufrir pérdida por Él. Honradle confiando solo en Él, y no en vuestras propias riquezas, ni en un brazo de carne. Confiad en su providencia y no os apoyéis en vuestro propio entendimiento. Confiad en su gracia y no vayáis a establecer vuestra propia justicia o suficiencia». Nunca ofrendéis una pequeña miseria. Dadle todo lo que tenéis, sois y esperáis.
Cumplir con todo nuestro deber conocido y, después, sentir que no merecemos nada bueno y que no somos más que siervos inútiles, necesitados de toda la misericordia de Dios en Cristo, es el summum de la sabiduría terrenal (v. 5).
No hay piedad sin confianza en Dios (v. 5). Si no tenemos confianza en Él, ¿cómo podemos tener piedad? Las grandes liberaciones deberían inspirar fuerte confianza en Dios.
La confianza es un elemento de la fe, y sabemos que sin fe es imposible agradar a Dios. Los paganos se deleitaban en adorar objetos materiales, pero «nosotros debemos adorar a un Dios que no se ve, y buscar un bien que no se ve (cf. 2 Co. 4:18). Miramos con los ojos de la fe más allá de lo que podemos ver con los ojos materiales».
Cuídense todos del engaño de confiar en que el futuro de este vida podrá proporcionar más disfrute que el que su experiencia del pasado les permite esperar (v. 6). Bickersteth: «Los jóvenes esperan hallarlo cuando crezcan y sean sus propios amos; los padres, cuando sus hijos se establezcan y obtengan su subsistencia; el mercader, cuando adquiera las riquezas y se asegure la independencia; el jornalero, cuando el trabajo del día o de la semana se haya acabado; el ambicioso, ganando poder y reputación; el codicioso, ganando dinero para suplir todas sus carencias; el amante del placer, en el disfrute terrenal; el enfermo, en la salud; el estudiante, ganando conocimiento; el que se justifica a sí mismo… (cf. Ro. 10:2-3)».
Los grandes peligros normalmente preceden a los grandes ascensos. David lo aprendió. El camino hacia algún gran logro habitualmente es escarpado y escabroso. Esto es verdad respecto a todas las cosas, pero es especialmente verdad respecto a los logros morales. No se desalienten los hijos de Dios por la grandeza de su camino; ninguna cosa extraña les ha ocurrido.
Las más dulces consolaciones son las que vencen a los dolorosos y terribles conflictos y aflicciones (vv. 6-7).
En el versículo 7 hay una alusión a la vida feliz del agricultor. Fue una gran misericordia cuando, siendo el hombre sentenciado al duro trabajo por su pecado, Dios permitió que el trabajo normalmente fuese al aire libre, bajo la luz del sol y, generalmente, conforme a la libre disposición de cada cual. De todas las inocentes alegrías temporales de la tierra, pocas exceden a las del labrador. No hay vida más independiente.
El pueblo de Dios no tiene dolor que escape al control y consuelo divinos (v. 7). Morison: «¡Oh, feliz religión de la cruz! ¡Puedes irradiar el escenario más oscuro con los brillantes rayos de la paz celestial! ¡Tus alegrías no son terrenales ni fugaces! Colman el alma en la que moran».
Casi todo este salmo muestra el valor de una buena conciencia. ¿Cómo podría David haberse soportado a sí mismo, como lo hizo, excepto que estuviera libre de un corazón condenatorio?
La condición del pueblo de Dios nunca es desesperada. Moller: «La esperanza en Dios les queda cuando son desprovistos de toda ayuda y protección humanas».
El pueblo de Dios incuestionablemente posee el notabilísimo secreto de convertir el mal en bien (algo mucho más valioso que la piedra del alquimista de la fábula, que podía convertirlo todo en oro).
Cuando Dios nos pone en algún lugar, no hemos de temer nada. El que nos llamó, puede sostenernos. David lo aprendió. Payson dijo que, si Dios le llamase a gobernar media docena de mundos, sería bastante seguro seguir adelante y, humildemente, hacerlo lo mejor posible; pero que no le parecería seguro intentar, sin que se le ordenara, gobernar otra tanta cantidad de ovejas.
Si queremos asegurar las bendiciones de Dios, debemos alegar sus promesas. A los incrédulos, justamente se les coloca con los abominables. No deberíamos olvidar que una promesa hecha a todo el conjunto de los creyentes, es válida para asegurar los intereses de cada uno de ellos, y que una promesa hecha a cualquier creyente es, por fuerza, para el bien de todos los demás creyentes hasta los confines del mundo.
Hagamos todo el esfuerzo de nuestra parte y, después, no confiemos en los medios, sino en Aquel que los ha ordenado. David huyó de sus enemigos, pero obtuvo su seguridad en Dios, no en la huida.
El auto-examen es un deber de la verdadera religión bajo todas las dispensaciones. Si los hombres no fuesen muy insensibles al valor de las cosas eternas, se preocuparían más de este deber. Sin duda, algunos «tienen miedo y no quieren mirar en sus corazones, no sea que la conciencia les convenza y ponga de manifiesto su lamentable condición. El hogar les es demasiado caliente». Pero, ciertamente, el hombre sabio será honesto consigo mismo antes de que venga el día del juicio final. Todas las noches invitan especialmente a este deber. En ellas, reina el silencio; el mundo está ausente; el sueño, la misma imagen de la muerte, nos llama a pensar en las cosas eternas (v. 8). Aun algunos de los paganos hacían un repaso nocturno de su conducta moral durante el día.
Al escribir sobre este salmo, el autor ha leído, con gran satisfacción, no pocas exposiciones y tratados sobre esta porción de la Escritura. Por otra parte, puede decir que nunca ha sentido más el peligro de escribir paparruchas o tomar la Escritura a la ligera, que cuando ha leído a otros autores. Cuando un predicador o escritor se propone tomar cualquier parte de la palabra de Dios a la ligera, tiene razón para temer que haya perdido su relevancia.
¡Cuán agradable es caminar con Dios y que derrame su consuelo en nuestra alma para reconfortarnos! (vv. 6-7). Bates: «La comunión con Dios es el comienzo del cielo, y difiere de la plenitud del gozo que hay en la presencia divina celestial tan solo en el grado y modo de cumplimiento; al igual que el resplandor rosáceo de la mañana tiene la misma luz que el glorioso brillo del sol a mediodía».
Si el David literal estaba tan seguro y triunfó tan completamente, cuán endeble es todo el ejército que se levantó contra él (la raíz y la descendencia de David). Su descanso es ciertamente glorioso.
Al igual que, o bien los partidarios de David o bien sus enemigos estaban ciertamente equivocados respecto a una gran cuestión pública, ahora, o bien los santos o bien los pecadores tristemente están haciendo el tonto. El uno o el otro ciertamente será abatido. Si los pecadores tienen razón, los santos son los más miserables de los hombres; si los santos agradan a Dios, los pecadores son lunáticos.
Todo el mundo tiene sus propias dificultades. El rey está tan sujeto a las alternancias de alegría y tristeza como cualquiera de sus súbditos. Esto enseña todo el salmo. A veces, David probablemente fuera el hombre más afligido de Israel (v. 1). Quizá, además, haya una distribución de felicidad y miseria mucho más igualada de lo que, a veces, estamos dispuestos a admitir. Antes de quejarnos de nuestra situación por parecernos particularmente grave, consideremos la condición de algunos a nuestro alrededor, y comprobaremos cuánta similitud tienen con nosotros tanto los que están por encima como los que están por debajo nuestro en su posición social.
Los mejores padres pueden tener los peores hijos. David tuvo a su Absalón. Esto no es común, pero es posible. Los efectos de una educación piadosa a menudo no se hacen manifiestos, hasta casi llegar a romper el corazón de los padres la maldad de sus descendientes. En algunos casos, de hecho, quienes han tenido los mejores ejemplos e instrucciones, viven y mueren en pecado. La gracia no es hereditaria. Dios es soberano.
¡Cuán necios son los que confían, para su felicidad, en el favor popular! Nada es más inestable. Puede que David anhele reinar y hacer el bien, pero cuando llega la rebelión, las masas se vuelven contra él (v. 1). Siempre ha sido así. Por un tiempo, Israel dice que no hay nadie como Moisés. Muy pronto viene la dificultad; entonces, murmuran contra él. El mismo pueblo que, en un momento, consideran a Pablo un asesino perseguido por la venganza divina, al momento siguiente, dice que es un dios. La misma multitud que clama: «Hosanna al hijo de David», a los tres días reclama su crucifixión. El aliento popular es inestable como el viento, y ligero como la vanidad. El que no se tenga, no prueba nada contra el valor de ningún hombre. El que se posea, no da derecho a ser estimado a ningún hombre.
Los grandes delitos normalmente no se pueden ocultar. Parece que el plan de Dios es sacar a la luz las obras viles, aun cuando han sido cometidas por grandes y buenos hombres. Nuestro dicho es: «El asesinato se manifestará». Dios puede reunir a tantos testigos que, en cualquier momento, puede evidenciarse. El canto de un nido de pájaros llevó a alguien a confesar parricidio. La angustia de los hermanos de José les llevó a reconocer su culpa respecto a su hermano. Absalón parece haber sido el hijo favorito de David (cf. 2 S. 13:39). Sin embargo, fue el espino más agudo que se clavara en el costado de su padre. Así pues, Dios saca las malas obras de David y las castiga a plena luz del sol. Él sabe cómo hacer que el hierro penetre el alma de su pueblo errado.
Si quieres conocer las cosas perfectamente, ve a la escuela a experimentar. ¡Cómo ayudan sus lecciones a sentar la cabeza, expulsar la necedad y poner ante nosotros las cosas de la salvación! En este salmo, David habla como quien sabe lo que afirma. Se le habían enseñado algunas dolorosas lecciones, pero habían sido de las más provechosas de toda su vida.
Dios puede afligir en gran manera a sus escogidos aun después de haberse arrepentido verdaderamente de sus pecados (v. 2). Así fue en el caso de David. El Señor a menudo ve que es bueno para nosotros tener un triste recuerdo del pasado. Cuando nos prueba de este modo, caigamos en los brazos del que nos castiga. Henry: «Los peligros y temores deberían conducirnos a Dios, no lejos de Él». En cuanto llega la dificultad, David acude a Dios. Benditas palabras: «Siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo» (1 Co. 11:32).
Cuando viene la aflicción, busquemos la causa. «¿Por qué contiendes conmigo?» (Job 10:2). No cejemos en la búsqueda hasta que hayamos hecho un trabajo exhaustivo. Y, cuando encontremos la causa de nuestros problemas, arrepintámonos profundamente delante de Dios. Nunca recibimos de Dios un golpe más de lo que merecemos y necesitamos para nuestra purificación o utilidad. Y nunca nos arrepentimos con demasiada frecuencia o humildad por nuestros pecados. Ellos son más aborrecibles de lo que jamás hayamos sentido. El verdadero arrepentimiento no es un arrebato; es un hábito.
Pero cuídense los siervos de Dios de desesperar. Aférrense a Él más estrechamente cuanto más intensas sean sus aflicciones. La desesperación puede hacer una obra de valor prodigiosa, pero jamás ha realizado una gran obra de fe y paciencia. Diga a menudo a su alma todo hijo de Dios: «Espera en Dios». Nunca crean los santos al tentador cuando dice: «No hay para ellos salvación en Dios». La confianza humilde y obediente en Dios es siempre segura y sabia (vv. 2-3).
Nunca actuamos más sabiamente que cuando hacemos lo correcto y confiamos en Dios para la protección de nuestras vidas y personas, y para la defensa de nuestros buenos nombres. Él es nuestro «escudo», y nos defiende. Él es nuestra «gloria», y nuestro honor está seguro en sus manos (v. 3). Dios mismo es la esperanza de Israel.
¡Cuán triste es la condición de los hombres cuando Dios ya no los ayuda! ¿En qué otra cosa podía confiar David en su aflicción, más que en Dios? Y no era su prueba mayor que aquella a que todos estamos sujetos. Podría haber sido más severa. Y si, cuando viene el día de la tristeza, Dios niega su auxilio, ¿no estamos perdidos? ¿Por qué no ven los malvados que están obrando su propia ruina, de la misma manera que Absalón avanzaba firmemente hacia su propia destrucción?
Siempre es seguro seguir el trazo de la voluntad de Dios que claramente se nos muestra en su palabra o en su providencia. David sabía bien que Dios lo había llamado al trono y se lo aseguraría; y, por tanto, ve que otros están batallando contra el todopoderoso. Calvino: «Si nuestros enemigos, al perseguirnos, luchan contra Dios, y no contra nosotros, de la consideración de su actuación ha de extraerse, de inmediato, la firme convicción de seguridad bajo la protección de aquel cuya gracia, que Él nos ha prometido, ellos menosprecian y pisotean con sus pies». «Aunque todo el mundo una su voz para llevarnos a la desesperación, solo Dios ha de ser obedecido, y siempre debe albergarse esperanza en la liberación prometida de Dios» (v. 3).
Tenemos predisposición a abusar de todo. Aun nuestra experiencia pasada de las misericordias de Dios pueden, por la dureza de nuestros corazones, llevarnos a no procurar más progreso en conocimiento y gracia. Por otro lado, algunos obtienen muy poco consuelo de las maravillosas liberaciones de los días pasados. En cada nueva dificultad, se comportan tan puerilmente como en pruebas anteriores. Ambos extremos son erróneos. No deberíamos pensar en el pasado diciendo que hemos sentido o aprendido suficientemente; sino que, cuando somos probados, deberíamos rogar a Dios sus anteriores bondades, y animarnos con su recuerdo (v. 4).
La oración es eficaz. Los mortales nunca han blandido un arma más poderosa (v. 4). ¡Oh, si todos nosotros tuviésemos corazones para acudir a Dios con fuerte clamor, como debiéramos. Henry: «La preocupación y el dolor nos hacen bien, y ningún daño, cuando nos llevan a orar, y nos conducen no solo a hablar con Dios, sino a clamarle con fervor».
El poder calmante de la piedad es maravilloso (v. 5). Clarke: «El que sabe que tiene a Dios como protector, puede acostarse tranquilo y confiado, no temiendo la violencia del fuego, el filo de la espada, los designios de los hombres perversos, ni la influencia de los espíritus malignos». Hubo un hombre que estuvo tendido al pie de un árbol en África, con un tigre cerca de él, a un lado, y un chacal, al otro. Huir de ellos era imposible. Así que los dejó que se observaran el uno al otro, se encomendó a Dios, se quedó dormido y despertó a la mañana siguiente, viendo que el sol había salido y que ambos animales de presa se habían marchado. Déjalo todo a Dios y no temas nada. Henry: «La verdadera fortaleza cristiana consiste más en una graciosa seguridad y serenidad de mente, en paciente aguante y paciente espera, que en atrevidas empresas, espada en mano».
Cuando Dios sustenta nuestro «espíritu, persona y causa», ¿hay algo más razonable que tener valor? (v. 5).
La guerra de los malvados con la Iglesia de Dios es completamente inútil. Las mismas oraciones de los santos de todas las épocas forman a su alrededor un baluarte de fuerza inexpugnable (vv. 4-7).
Tan cierta es la victoria final, que puede celebrarse antes de obtenerse (v. 7). Morison: «Tan deleitosa es la confianza que inspira el espíritu de la oración de fe, que el salmista habla de victoria sobre sus enemigos como si, realmente, se hubiera producido».
Por muy oprimidos, menospreciados, perseguidos y desamparados que estén los siervos de Dios, encomiéndense a su misericordia y confíen en su gracia (v. 8). El Señor se agrada de ello. De ningún modo podemos dar más abundante honor a Dios que engrandeciendo su gracia y confiando en su amor.
¡Con qué facilidad se desalientan fatalmente los malvados! David, en su huida, está confiado. Ahitofel, en la corte, está desesperado y se ahorca.
David fue un modelo de sufrimiento. Fue también un tipo de Cristo. Pero no está del todo claro que en este salmo haya de ser considerado típico. El Dr. Gill defiende con insistencia el carácter típico de David aquí. Pero muchos no consideran sus afirmaciones concluyentes. En un sentido, todo el pueblo de Cristo sufre con Él y, en algunas cosas, como Él; pero eso no los convierte en tipos de su Redentor. Por otro lado, no se enseña ningún error aludiendo a alguna porción de la historia sagrada, obteniendo de ella luz mediante comparaciones o analogías para explicar alguna otra parte, siempre que se haga con sano juicio y buen gusto. Así, Scott, sin encontrar aquí ningún tipo, simplemente dice: «Dejaremos de maravillarnos de las dificultades del rey de Israel, y casi dejaremos de pensar en nuestras pequeñas aflicciones, si miramos a Jesús como es debido, y contrastamos su gloria y su gracia con el desprecio y crueldad con que fue tratado. Habiéndose entregado a la muerte, santificó el sepulcro y se convirtió en las primicias de la resurrección. Su cabeza fue levantada, entonces, sobre sus enemigos, y así abrió el reino de los cielos a todos los creyentes. Sus enemigos, por tanto, ciertamente serán defraudados y perecerán; pero su pueblo puede descender al sepulcro, igual que a sus lechos, con esperanza y consuelo, pues el mismo Dios vela por ellos en ambos, y finalmente despertarán a eterna felicidad». Alexander: «Las expresiones están escogidas para adecuar el salmo a su principal propósito: proveer un modelo de sentimiento piadoso a la Iglesia en general y a sus miembros individuales en sus emergencias».
Las contiendas y peligros de la guerra son una impactante –aunque inadecuada– representación de las terribles pruebas y enemigos que batallan en el corazón del pueblo sufriente de Dios en todos sus goces terrenales. Cómo sus pecados y tentaciones los engañan, traicionan, enfrentan, hieren y acercan a la muerte, de manera que los mejores de ellos apenas se salvan. Lutero: «Este salmo nos es provechoso para consolar las conciencias débiles y agobiadas, si entendemos –en sentido espiritual– por enemigos y hostilidad de los impíos, las tentaciones del pecado y la conciencia de una vida malgastada. Porque en esto es realmente afligido el corazón del pecador, solo en esto está débil y desamparado; y, cuando los hombres no están acostumbrados a levantar los ojos por encima de sí mismos ante las avalanchas de pecado, y a saber hacer de Dios su refugio ante una mala conciencia, hay gran peligro. Y es de temer que los malos espíritus, que en tal caso están dispuestos a apoderarse de las pobres almas, al final se las traguen y las lleven, a través de la angustia, a la duda».
¡De que modo tan extraño vienen las bendiciones sobre el cristiano! Su fuerza sale de la debilidad, su plenitud de la vacuidad, su gozo de la aflicción y su vida de la muerte. Apolinar llama al salmo tercero «cántico de lamento», y lo así. Sin embargo, ¿dónde hallaremos una expresión de mayor confianza que en algunas porciones de esta quejumbrosa composición?
Este salmo muestra que, en un acto muy breve de devoción, cuando la mente se ejercita mucho en una cosa, se puede hacer uso de una rica variedad de imágenes y temas. En la devoción, la conexión lógica es de mucho menor importancia que el fervor, la humildad, la fe y el espíritu de sumisión e importunidad.
Este salmo nos muestra la naturaleza del pecado: es rebelión, la más perversa y atrevida, contrario a la única ley perfecta y al legislador del universo. Es ira y furor (vv. 1-3). Si al pecado se le dejase actuar, aniquilaría el gobierno de Dios; procura destronarle. Esto es verdad con todos los pecados; lo es en el caso de la incredulidad respecto a Cristo. Calvino: «Admítase como algo definitivo que todos los que no se someten a la autoridad de Cristo, le hacen la guerra a Dios. Puesto que a Él le parece bien gobernarnos por mano de su Hijo, quienes se niegan a obedecer a Cristo mismo, rechazan la autoridad de Dios, y es en vano que pretendan otra cosa […]. El Padre no quiere ser temido y adorado más que en la persona de su Hijo». Intentar algo en contra es atacar a la autoridad suprema del universo.
Nadie puede expresar de manera adecuada la necedad del pecado (v. 1). Ciertamente, los pecadores «piensan cosas vanas». ¿Alguien ha visto u oído alguna vez a alguien en cuyo corazón el Espíritu de Dios derramase la luz de la verdad, y declarara después que su conducta pasada había sido irrazonable? ¿Algún pecador moribundo ha ensalzado alguna vez una vida perversa como muestra de sabiduría, o como el camino a la felicidad?
No nos sorprendamos del desarrollo de la maldad (v. 2). Aunque parezca extraño, aun la oposición a Jehová y a su Cristo no es cosa nueva. Henry: «Cabría esperar que una bendición tan grande para este mundo como la santa religión de Cristo, habría sido universalmente recibida y abrazada, y que todo manojo se debería haber inclinado de inmediato al del Mesías, y todas las coronas y cetros de la tierra deberían haberse echado a sus pies; pero más bien ha ocurrido lo contrario».
Las razones por las que los malvados se oponen a Dios y a Cristo son, en primer lugar, que por naturaleza tienen mentes carnales, que están en enemistad contra Dios (cf. Ro. 8:7). Los hombres por naturaleza aborrecen a Dios y a su Hijo. Siendo destituidos del amor a Él, y teniendo la mente una naturaleza activa, la enemistad es inevitable. Además, los hombres pronto descubren que las restricciones de la ley divina frustran sus planes egoístas y sus propósitos pecaminosos, así que se oponen a la Biblia, puesto que la Biblia se opone a ellos, y rechazan la autoridad de Dios, puesto que esta les es contraria (vv. 1-3). Dickson: «Aunque la ley y ordenanzas de Dios sean muy santas, muy equitativas, muy inocuas y, verdaderamente, muy provechosas, los malvados las consideran como las llaman aquí («ligaduras» y «cuerdas»), puesto que refrenan y contrarían su sabiduría carnal y vida licenciosa». Es imposible que hombres sin regeneración amen a Dios; están muertos en delitos y pecados.
Es doloroso contemplar hasta qué punto los gobiernos del mundo son, hasta nuestros días, anticristianos. Y quienes los dirigen, a menudo están encantados de que sea así. Esto ha ocurrido desde antaño (v. 2). No hay gobierno terrenal que no tenga leyes, principios o usos en frontal oposición al cristianismo. Todos ellos, hasta cierto punto, aprueban la profanación del cuarto mandamiento. Siempre ha sido así. Resulta doloroso a la mente piadosa meditar en estos temas. Dickson: «Los principales instrumentos que Satanás levanta contra Cristo –para ser cabecillas y líderes de la gente pagana e impía que se opone y persigue al reino e iglesia de Cristo– son los magistrados, príncipes y hombres de estado, para maquillar su malicia con la sombra de la autoridad y de la ley». Esto es justo lo que se describe en este salmo. «Reyes» y «príncipes» se ponen en orden de batalla frente a la religión.
No obstante, no se atemoricen los justos. Es fácil para Dios poner límites a sus enemigos de Él y de ellos (vv. 4-6). Su título apropiado es: «Rey de reyes y Señor de señores». Él hace lo que le place entre los ejércitos del cielo y los habitantes de la tierra. Mucho antes de su encarnación, Isaías vio su gloria y habló de Él. Newton: «Él es Señor sobre quienes le aborrecen. Los gobierna con vara de hierro y, así, convierte los designios de ellos (aunque en contra de sus voluntades) en los medios e instrumentos para promover sus propios propósitos y gloria. Ellos son sus siervos involuntarios, aun cuando se llenen de ira contra Él. Él tiene una brida en sus bocas para frenarlos y dirigirlos a placer. Puede y, a menudo, los controla cuando parecen más seguros de éxito, y siempre les pone límites, que no pueden traspasar». Todos sus enemigos serán puestos bajo Él. Ningún pie impío quedará sobre el cuello de los justos. Porque además:
Es fácil para Dios destruir a sus enemigos (vv. 5, 9). Un leve golpe de su vara de hierro quebrará el vaso del alfarero. Ciertamente, los hombres no son, en su mejor situación terrenal, más que tiestos. Son débiles como el agua. El que escupe contra el viento, escupe a su propia cara. El que lucha con su Hacedor, certifica su propia destrucción. Dickson: «El Señor tiene su tiempo señalado, en que se levantará y turbará a los enemigos de su iglesia, en parte frustrando sus esperanzas, y en parte enviándoles graves plagas. «Luego […] los turbará con su ira». Así lo ha hecho siempre. Contémplese a Faraón, sus magos, sus ejércitos y sus caballos sumergiéndose, hundiéndose y descendiendo cual plomo en el mar Rojo. Ahí tenemos el fin de una de los mayores conspiraciones urdidas contra los escogidos de Dios. De treinta emperadores romanos, gobernadores de provincias y otros altos cargos, que se distinguieron por su celo y animadversión para perseguir a los primeros cristianos, uno enloqueció rápidamente tras ser tratado con brutal crueldad, otro fue muerto por su propio hijo, otro se quedó ciego, los ojos de otro se desencajaron de sus órbitas, otro fue ahogado, otro estrangulado, otro murió en miserable cautiverio, otro cayó muerto de manera demasiado horrible para relatar, otro murió de una enfermedad tan abominable que a algunos de sus médicos se les dio muerte por no poder soportar el hedor que invadía la habitación, dos cometieron suicidio, un tercero lo intentó pero tuvo que solicitar ayuda para terminar la obra, cinco fueron asesinados por su propio pueblo o siervos, otros cinco tuvieron las muertes más miserables y atroces, algunos de ellos sufrieron enfermedades nunca vistas, y ocho fueron muertos en batalla o tras ser capturados. Entre estos, estaba Julián el apóstata. En sus días de prosperidad, se dice que apuntó con su daga al cielo, desafiando al Hijo de Dios, a quien solía llamar «el galileo». Pero cuando fue herido en batalla, vio que todo había acabado para él, y sacó su sangre coagulada y la lanzó al aire, exclamando: «¡Tú has vencido, oh galileo!». Voltaire nos ha hablado de las agonías de Carlos IX de Francia, que hicieron salir la sangre de aquel miserable monarca por los poros de su piel, tras sus crueldades y traición a los hugonotes.
La Escritura no puede ser quebrantada (vv. 6-8). El consejo de Dios ha de permanecer. Las promesas se confirman con juramento. Las amenazas se cumplen ante nuestros ojos cada día. Los preceptos son la verdad celestial y eterna. Las profecías no son más que los propósitos libres, soberanos, eternos e invariables, que se nos revelan. El cielo y la tierra pueden pasar, pero cada jota y tilde de la Escritura se cumplirá, del mismo modo en que este salmo segundo ha tenido y sigue teniendo su cumplimiento.
El reino de Cristo ciertamente triunfará (v. 8). Nada puede impedir su progreso. Los acontecimientos aparentemente más adversos no han hecho más que acelerar su marcha hacia la perfecta victoria. La muerte del Salvador fue la señal de la caída del reino de Satanás. Las persecuciones en Jerusalén llenaron las naciones circundantes de nuevas y de heraldos de salvación. J. M. Mason: «El trono del Mesías no es una de esas telas ligeras que se fabrican por vanidad y que destruye el tiempo, sino que ha sido afirmado de antiguo, es estable y no puede ser conmovido, puesto que es el trono de Dios. El que se sienta en él es el Omnipotente. El ser universal está en su mano. La revolución, la fuerza y el temor, aplicados a su reino, son palabras sin significado. Álzate en rebelión si tienes valor. Asóciate con todo el poder infernal. Comienza por destruir todo lo que es justo y bueno en este pequeño globo. Continúa arrancando el sol de su lugar y asolando el mundo estelar. ¿Qué le has hecho a Él? No es más que la insignificante amenaza de un gusano a aquel cuyo enfado significa la perdición. «El que mora en los cielos se reirá». Una gota de su ira hace la vida intolerable. Una sonrisa de su rostro hace el cielo.
La profecía, la historia, su falta de perfección, el ejemplo de Cristo y la enemistad de los malvados deberían llevar a los cristianos a esperar pruebas. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Si no se les prueba de otro modo, cuando menos, la conducta de los malvados ha de llenarlos de pena. Ningún hombre bueno puede presenciar una conducta como la que se describe en los versículos 1-3, o unos juicios como los que se mencionan en los versículos 4, 5, 9, sin dolor. «Veía a los prevaricadores, y me disgustaba» (Sal. 119:158) es un capítulo de la historia de todos los que aman al Salvador. O, si por un tiempo, los enemigos de Dios parecen estar tranquilos, la corrupción interior afligirá a los piadosos. «Desde que el hombre fue echado del paraíso, ha intentado hallar o fabricar otro», pero nunca ha tenido éxito y nunca lo tendrá. Hay una necesidad en todo lo que acontece a los justos. «Dios en ningún momento niega algo a su pueblo por no tener la capacidad de dárselo, pero muchas veces le niega algo por no tener su pueblo la capacidad de recibir esa misericordia». Lutero: «Todos los que son cristianos sanos, especialmente si enseñan la palabra de Cristo, han de sufrir sus Herodes, sus Pilatos, sus judíos y sus paganos, que se aíran contra ellos, hablan muchas cosas vanas, se levantan y toman consejo contra ellos».
Pero no se inquiete mucho el hijo de Dios por todas sus pruebas, por muy contrarias a la carne y sangre que resulten. Nunca pueden afectar a su relación con Dios. Él permanece fiel (vv. 6-7). Y nada puede perturbar su tranquilidad eterna. Lutero: «El que cuida de nosotros «mora en los cielos», habita muy seguro, libre de todo temor, y, si nos vemos envueltos en dificultades y conflictos, centra su atención en nosotros. Nosotros fluctuamos de un lugar a otro, pero Él permanece estable, y ordena las cosas de tal manera que los justos no seguirán siempre en dificultades (cf. Sal. 55:22). Pero todo esto ocurre tan en secreto que no puedes percibirlo bien, pues, para ello, tú mismo tendrías que estar en el cielo. Debes sufrir por tierra y mar, y entre todas las criaturas. Y no debes esperar consuelo en tus sufrimientos y dificultades hasta que te levantes, por la fe y esperanza, sobre todas las cosas, y anheles al que mora en los cielos, pues también tú moras en los cielos, pero solo en fe y esperanza».
La humanidad del Mesías generalmente se sostiene y se cree. En otros tiempos, la negaban algunos. Si estuviese en peligro ahora, los piadosos se levantarían maravillosamente en su defensa. Y no deberían sorprenderse los herejes de que los ortodoxos muestren semejante celo al defender la doctrina de la verdadera y propia divinidad de Cristo. La Biblia está llena de ella (vv. 1-3, 6-7), expuesta por hombres inspirados. A un Dios-hombre Mediador encomendaron sus almas todos los regenerados en el día de su desposorio con Cristo. J. M. Mason: «La doctrina de la divinidad de nuestro Señor no es, como hecho, de más interés a nuestra fe que, como principio, esencial a nuestra esperanza. Si no fuese el Dios verdadero, no podría ser la vida eterna. Cuando agobiado por la culpa y anhelante de felicidad, busco al libertador que mi conciencia, mi corazón y la palabra de Dios me aseguran que necesito, ¡no te burles de mi agonía dirigiéndome a una criatura, a un hombre, a un mero hombre como yo! ¡Una criatura! ¡Un hombre! Mi Redentor posee mi persona. Mi espíritu inmortal es su propiedad. Cuando haya de morir, deberé ponerlo en sus manos. ¡Mi alma! ¡Mi alma infinitamente preciosa encomendada a un mero hombre! ¡Convertida en propiedad de un mero hombre! Yo no confiaría mi cuerpo al ángel más excelso que resplandece en el templo celestial. Solo el Padre de los espíritus puede tener la propiedad de los espíritus, y ser su refugio en la hora de transición del mundo presente al venidero». Si hay un título, atributo o grado de honor correspondientes al Padre y que demuestren su divinidad, que no correspondan también al Hijo, los enemigos de la divinidad esencial de Cristo no los han señalado. La vital utilidad de esta doctrina se enseña claramente en la Escritura. «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 J. 5:5).
El obispo Beveridge tiene un sermón sobre Salmos 2:11, cuyo objeto es mostrar «la obligación de las autoridades de promover la religión». Él ha expuesto claramente su argumento, pero cuando tiene que señalar la manera en que ha de cumplirse el deber, presenta puntos de vista en conflicto con ideas albergadas por gente piadosa de nuestro país, y por la gran mayoría de disidentes en Inglaterra. Sin embargo, tiene razón al insistir –y nosotros hemos de insistir también—en que ningún hombre está exento de la obligación de dar a conocer la salvación del evangelio, y remover las piedras de tropiezo, y quitar los obstáculos para la extensión de la verdad. En este asunto, cada cual ha de emplear toda la influencia que Dios le ha confiado. Especialmente, está obligado a adornar la doctrina de Dios nuestro Salvador con un ejemplo piadoso.
Es muy de lamentar que tantos, con autoridad o sin ella, no solo nieguen su ayuda para difundir el evangelio, sino que hagan mucho por obstaculizar esta buena obra. Nadie nos ha dicho qué ocupación hay más terrible que oponerse a la extensión del conocimiento de la salvación (vv. 9, 12). Pablo dice de ciertos judíos de su tiempo que «se oponen a todos los hombres,impidiéndonos hablar a los gentiles para que éstos se salven; así colman ellos siempre la medida de sus pecados, pues vino sobre ellos la ira hasta el extremo» (1 Ts. 2:15-16). Enemigos de la extensión del evangelio, las señales de la perdición están ahora sobre vosotros. Vuestros débiles esfuerzos por derribar la obra de Dios son impotentes. J. M. Mason: «La causa misionera ha de triunfar finalmente. Es la causa de Dios, y prevalecerá. Los días avanzan rápidamente, y el grito de las islas se unirá al trueno del continente; el Támesis y el Danubio, el Tíber y el Rin, invocarán al Éufrates, al Ganges y al Nilo; y al potente concierto se sumarán el Hudson, el Misisipi y el Amazonas, cantando con un solo corazón y a una sola voz: “¡Aleluya! ¡Salvación! ¡El Señor Dios Omnipotente reina!”».
También está claro en este salmo que es apropiado dirigirse a los hombres de manera explícita y particular (v. 10). No es que los heraldos de la cruz, en asambleas heterogéneas, hayan de exhibir a personas particulares antes los asistentes. Pero la palabra de Dios debe predicarse de forma discriminada. Todo hombre debería tener su ración de comida a su debido tiempo. Magistrados, senadores, ricos y pobres, a todos deben los ministros tratar de manera adecuada. Los hombres no aprenden su deber o sus pecados simplemente con insinuaciones y alusiones, sino tan solo mediante una honesta declaración, un valiente y delicado anuncio de la verdad. Los siervos de Dios han de proclamar que «no es impropio de los mayores monarcas estar sujetos a Cristo Jesús, admirarlo, someterse a Él y procurar servirle según su poder; pues el mandato a todos, y a ellos en particular, es: “Servid a Jehová con temor”».
Hay equilibrio en todas las gracias del cristiano (v. 11). Su fe concuerda con la humildad y, por tanto, no es presuntuosa. Su celo es bondadoso, gentil y benevolente; por tanto, no degenera en fanatismo e ira. Su penitencia contiene esperanza y, por tanto, no implica desesperación. Su temor contiene gozo y, por tanto, no conlleva angustia. Su gozo contiene temor y, por tanto, no se transforma en frivolidad. Bates: «Este temor de Dios califica nuestro gozo. Si sustraes el temor del gozo, el gozo se tornará ligero y lascivo; si sustraes el gozo del temor, el temor se tornará, entonces, servil». Hay simetría y armonía en el carácter cristiano. No es un batiburrillo, no es una contradicción, sino que es una unidad.
Los hombres deben confiar además de obedecer, y obedecer además de confiar. La piedad sin confianza en Dios es imposible (v. 12).
Si en la obra de la redención hay lugar para la intercesión de Cristo, aun después de su exaltación (v. 8), ciertamente no es cosa extraña que los cristianos, en esta vida de pruebas, encuentren necesario recurrir a la oración.
Nadie que oiga el evangelio puede dar una razón sólida para perecer (v. 12). Existe una pregunta que los malvados no podrán responder jamás: «¿Por qué moriréis?». Su pecado consiste en que, «por [su] dureza y por [su] corazón no arrepentido, atesora[n] para [sí] mismo[s] ira para el día de la ira» (Ro. 2:5). Todo está contra ellos. ¡Oh, lector, sé sabio! ¡Vuélvete y vive! Newton: «Mi corazón te desea la posesión de los principios que pueden sostenerte en todos los cambios de la vida, y hacer cómoda tu almohada en la hora de la muerte. ¿No deseas ser feliz? O ¿puedes ser feliz demasiado pronto? Muchas personas te están mirando ahora, las cuales estuvieron una vez como tú estás ahora. Y no dudo de que están orando para que estés como están ellos ahora. Intenta orar por ti mismo. Nuestro Dios ciertamente está en medio nuestro. Su gracioso oído está atento a todo suplicante. Búscale entretanto que puede ser hallado. Jesús murió por los pecadores, y ha dicho: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37). Él es, asimismo, el autor de la fe por la cual, únicamente, puedes acercarte a Él de manera adecuada. Si se la pides, te la dará; si la buscas, del modo que ha señalado, ciertamente la hallarás. Si rechazas esto, no quedan más sacrificios por el pecado. Si no eres salvo por la fe en su sangre, estás perdido para siempre. Oh, “besad al Hijo, porque no se enoje, y perezcáis en el camino, cuando se encendiere un poco su furor. Bienaventurados todos los que en él confían (RVA)”».
«Indecible debe de ser la ira de Dios, cuando se encienda plenamente, puesto que la perdición puede llegar cuando se encienda solo un poco» (v. 12).
«La remisión del pecado, la liberación de la ira, la comunión con Dios y la vida eterna son los frutos recibir a Cristo, hacer un pacto con Cristo y descansar en Cristo; pues «bienaventurados [son] todos los que en él confían» (v. 12).