Justitia Dei

Una semana más, ofrecemos a nuestros lectores un breve artículo, en el que se reflexiona acerca de la angustiosa experiencia que Lutero hubo de sufrir antes de descubrir la liberadora doctrina protestante de la justificación por la fe.

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             «Yo era un monje piadoso y seguía las reglas de mi orden más estrictamente de lo que las palabras puedan expresar. Si alguna vez un monje hubiese podido conseguir el cielo por sus observancias monásticas, yo habría sido ese monje. De la veracidad de lo que digo pueden testificar todos los frailes que me han conocido. Si hubiese continuado por más tiempo los ayunos, las oraciones, los estudios y las penitencias, mis mortificaciones me habrían llevado a la muerte». Así escribía Lutero al duque de Sajonia. Estas palabras del gran reformador resumen la angustia de su alma en los años de búsqueda religiosa, cuando un terrible sentimiento de la santidad de Dios hacía vibrar las cuerdas más íntimas de su espíritu y dejaba tras sí, como amargo resabio, una profunda convicción de pecado. Seguir leyendo Justitia Dei

La importancia de las convicciones

Regresamos con la publicación de una interesante reflexión del famoso teólogo norteamericano J. Gresham Machen, aparecida en una revista a mediados del siglo pasado. En ella nos recuerda que las creencias, lejos de ser irrelevantes, son la causa de la conducta humana, para bien o para mal.

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           ¿Son importantes las convicciones? Hay mucha gente que piensa que no. Tiene poca importancia –nos dicen—lo que el hombre pueda creer. Pero el mero hecho de creer algo no implica, necesariamente, que ese algo corresponda con la realidad.

         En 1889, un novelista francés escribió un libro interesantísimo en el que demostraba que, a pesar de lo que se diga, las convicciones son importantes. Me refiero al libro titulado Le Disciple, escrito por Paul Bourget. Con aquella delicadeza de estilo que tanto distingue a los escritores franceses, el autor nos describe la simple y austera vida de un famoso filósofo y psicólogo –de un hombre completamente sumergido en las cosas de la mente. En lo alto de una escalera, en un cuarto piso, se encontraba su alojamiento. Su existencia cotidiana constituía una rutina invariable: a las seis de la mañana, una tacita de café; a las diez, el desayuno; hasta las doce, un paseo; de doce a cuatro, de nuevo a estudiar; de cuatro a seis, y tres veces por semana, recibía la visita de eruditos y estudiantes; a las seis, la cena; después de un corto paseo, de nuevo a estudiar; y, a las diez en punto, a la cama. En fin, un hombre inofensivo, un sabio entre los sabios, o –como diría su propio criado– «un hombre incapaz de matar una mosca».

            Pero un buen día esta pacífica rutina se rompió bruscamente. El filósofo fue requerido en un interrogatorio judicial. Uno de sus antiguos discípulos había sido acusado de homicidio. Se trataba de un joven sumamente inteligente, que con verdadero entusiasmo había subido aquellos cuatro pisos para absorber lo que él llamaba «doctrinas liberadoras»; y se empapó demasiado de las mismas. En la prisión, escribió una narración de su vida para su venerado maestro. En esta narración, lo abstracto se convierte en concreto y pone al descubierto, de manera terrible, de qué modo actuaron en la vida práctica aquellas «ideas liberadoras».

            Pero la misma tragedia, que de una manera tan viva se describe en este libro, se está haciendo realidad en nuestro tiempo, y a escala gigantesca. Hace cincuenta o veinticinco años, aparecieron ciertas teorías sobre Dios y la Biblia que, para el observador superficial, parecían muy respetables y muy inocentes. ¡Qué atrayente y bueno era aquel viejo modernismo o liberalismo –como eufemísticamente se decía! Pero en nuestros días estamos viendo los resultados del mismo. ¡De qué manera está destruyendo las libertades civiles y religiosas, y deshonrando la dulzura y nobleza del hogar cristiano!

            No nos engañemos. Esta noción de que importa muy poco lo que el hombre pueda creer, esta noción de que lo doctrinal no tiene valor, sino que es la vida lo que cuenta, esta noción –digo—es uno de los errores más diabólicos que se pueden encontrar en todo el arsenal de Satanás.

J. Gresham Machen

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Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia (II)

Tras varias semanas de ausencia, retomamos el último artículo que publicábamos, sobre Pedro y el papado, ofreciendo a nuestros lectores la segunda parte del mismo. Loraine Boettner continúa desmontando, a través del análisis objetivo de los hechos históricos, la gran falacia sobre la que la Iglesia de Roma ha basado su tiranía durante siglos.

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Pedro no reivindicó para sí autoridad papal alguna

Pedro nos ha dejado dos epístolas. En ellas nos menciona su cargo y posición dentro de la Iglesia, y también en ellas nos da exhortaciones para que aquellos que ocupan el mismo cargo que él ocupara, desempeñen fielmente sus obligaciones ministeriales (cf. 1 P. 1:1; 5:1-3). Pedro se refiere a sí mismo como apóstol de Jesucristo, y como anciano (la palabra en griego es presbyteros). Pedro no reclama para sí el cargo más alto dentro de la Iglesia, sino que con profunda humildad se pone al mismo nivel de aquellos a quienes exhorta. ¡Cuán distinta es la actitud de aquellos que más tarde se proclamarían seguidores del apóstol, y asumirían una autoridad que él nunca reivindicó para sí! Después del siglo IV, cuando el Imperio Romano ya había caído, fue cuando los obispos romanos se instalaron en el lugar del césar, y tomaron para sí el título pagano de «Sumo Pontífice». Seguir leyendo Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia (II)