Ofrecemos ahora la segunda parte del texto que publicábamos la semana pasada sobre la turbulenta experiencia de un creyente, presa de los movimientos de santidad. Próximamente, nos proponemos seguir publicando viejos escritos rescatados de las revistas «El Heraldo del Pueblo» y «El Estandarte de la Verdad», que nos parecen de interés para los creyentes de nuestro tiempo y para la sociedad en general. De momento, esperamos que el presente texto, continuación del anterior, pueda ser de edificación para nuestros lectores.
Sol y nubes
Las semanas siguientes a la memorable experiencia relatada, viví en estado de felicidad, como en un sueño, regocijándome en mi supuesta impecabilidad. Solo había una idea en mi mente, y ya me hallara trabajando o en mis horas de ocio, casi no pensaba en otra cosa que en el maravilloso suceso que me había acontecido. Pero poco a poco empecé, como se dice, a bajar de las nubes. Yo era entonces empleado de un salón fotográfico, donde me relacionaba con gentes de gustos y hábitos variados, algunas de las cuales ridiculizaban, otras toleraban y aún otras simpatizaban con mis ideas radicales en cuanto a las cuestiones religiosas. Noche tras noche asistía a las reuniones, testificando en la calle y dentro del templo. Y pronto noté (sin duda otros también) que un cambio se apoderó de mis testimonios. Antes siempre había elevado a Cristo y dirigido al perdido a Él. Ahora, casi imperceptiblemente, mi propia experiencia se convirtió en el centro, ¡y me ponía a mí mismo como distinguido ejemplo de consagración y santidad! Este era el carácter predominante de los breves discursos pronunciados por la mayoría de cristianos «avanzados» en nuestra compañía. Los más jóvenes en la gracia engrandecían a Cristo. Los «santificados» se engrandecían a sí mismos. Pero hay un cántico favorito que pondrá de manifiesto esta realidad mejor que mis palabras. Todavía se suele usar ese himno en las reuniones del Ejército, y forma parte de su himnario. Daré solo una estrofa como ejemplo: Seguir leyendo Santidad: la falsa y la verdadera (II)